lunes, 22 de julio de 2013

El estilo de la patada

A estas alturas del camino me siento como Daniel San mientras pulía los autos y pintaba la cerca: dudo si lo que estoy haciendo me ayudará a ganar la pelea y a quedarme con la chica.
            No deben ni aun sospecharlo, pero trabajo de corrector en un diario, uno de los tantos que quiere ser escritor.
            En las últimas semanas he escrito con furia y tristeza. Mientras aporreaba las teclas de la computadora, repetía aquel conocido poema de Octavio Paz sobre las palabras: “Dales la vuelta, / cógelas del rabo (chillen, putas), / azótalas... ”. Hubo momentos en los que –después de que las frases cruzaran volando frente a mis narices como esas polillas que uno intenta coger con la mano– terminaba rendido, convencido de mi torpeza. Entonces, decepcionado por no alcanzar los verdaderos ejercicios de las bellas letras, me ganaba el ánimo de reclamar con rabia, pero, a diferencia de Daniel San, no tenía sensei a quien increparle por sus enseñanzas, solo podía volver a los grandes maestros con el rencor del lisiado en batalla, y otra vez envidiaba los largos ritmos de Azorín, el feliz escrúpulo de Borges hacia el adverbio, el ingenio de Ramón del Valle-Inclán para articular sonido y tema; y a Quevedo, cómo no volver a Quevedo.
            Hace poco tropecé en Internet con una encuesta que sostiene que el español es uno de los idiomas más aprendidos en el mundo, que cada vez hay mayor interés por aprender español como segunda lengua. Y sin embargo, la mayoría de los escritores contemporáneos, de tan apurados por publicar, se olvidan de cuidar nuestro idioma, ni qué decir de su intolerable desconocimiento de la suntuosidad que puede alcanzar. Del mismo modo que Daniel San, apenas empieza su entrenamiento, quiere ir directo a los golpes y patadas voladoras, los escritores de hoy desprecian el buen aprendizaje del castellano, y sus frases, sus historias completas, resultan golpes burdos, manotazos de borracho, sin elegancia, cero contundencia.



Un corrector no tiene que ser una persona muy sensible, se debe estar preparado para ser el peor empleado por olvidarse una rayita oblicua sobre una vocal. Tiene que saber callarse, debe erradicar de sus reuniones sociales comentarios como: “no se dice lo más antes posible”, “preveen, ¡no!: prevén”, tampoco debe burlarse de la manera de hablar de los argentinos, a menos, claro, que busque perder amigos.  
            Tiene sus ventajas ser corrector; corrijo, no tiene ventajas ser corrector, salvo que puedes recibir un sueldo por serlo. El colmo de este oficio es pretencioso, estar siempre al acecho de los errores de cualquier escritor para criticarlo y recibir de respuesta las mismas excusas de siempre: “que el castellano andino”, “que en poesía todo vale”, “que fue a propósito”, “que importa la historia, la estructura mayor, lo demás está de más”, en fin, las mismas siempre. En cambio, la más grave desventaja del corrector es querer ser escritor, pues luego de que haya luchado casi a dentelladas con las palabras, después de que ha bregado por escribir bien y se atreve a publicar, un poeta ofendido sale a enumerar sus errores y llega a la conclusión de que dicha obra “es fría; tal vez eficiente como un máquina nueva, pero la buena literatura es como un organismo vivo, tiene excrecencias y fealdades, pero vive de verdad...”.

Por un momento he vacilado, tal vez deba ir directo a los golpes, a las patadas voladoras, y llevarme la muchacha a la prepo, sin esperar que el maestro Miyagui me enseñe la técnica de la grulla. Sin embargo, me resisto. Todavía busco la frase hermosa y contundente, como esa patada que le da el triunfo a Daniel Larusso, una conspiración de voces que lo concluya y lo principie todo, como aquella famosa (e inalcanzable) de don Francisco de Quevedo: “serán cenizas, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.

domingo, 21 de julio de 2013

El duque postergado

Como grandes admiradores de la agudeza salomónica de dividir el objeto en dos, los críticos e historiadores literarios harto nos han predicado sobre el par temático en la novelística peruana del siglo XX: andina y criolla. Podríamos terminar de complacernos en sus enseñanzas de no ser por una infrecuente representación de la aristocracia peruana (especialmente limeña) que no encaja en aquellos moldes.
Esta tercera línea argumentativa enlaza a escritores contemporáneos como Jaime Bayly y Alfredo Bryce, pero tiene su más alto precedente en José Diez Canseco con su novela “Duque”. Fue Luis Alberto Sánchez quien la editó en Chile en 1934, sin consentimiento del autor. El hecho suscitó una polémica entre ambos, Diez Canseco rechazaba de manera contundente algunas expresiones del prólogo de Sánchez; a su vez, este lo acusó de haber olvidado su visión crítica sobre la alta sociedad a la cual pertenecía.
La novela toma el nombre del galgo ruso perteneciente al protagonista, Teddy Crownchield, quien luego de una larga residencia en Europa regresa al Perú. El joven millonario se deja llevar por las aventuras mundanas que le ofrece la vida aristocrática limeña: concurre a cocktails y campos de golf, pero también a burdeles y fumaderos de opio, absorbido por los placeres de un mundo hipócrita y acomodado en todos los sentidos de la palabra.
Un personaje que podría explicar lo dicho es Pedro Rigoletto, tipo hosco, de gustos vulgares y cocainómano que adornaba de halagos y que pretendía a Teddy; sin embargo, cuando el protagonista se marcha del país, celebra con esta sentencia: ¡Un maricón menos en la ciudad! Ese juego de la falsa moral atraviesa la obra, todo resulta un mundo de apariencias y conveniencias. Carlos Suárez del Valle, en quien Teddy confía, no es más que un tipo cínico movido por intereses personales. Las boscosas relaciones sentimentales y sexuales simbolizan el mecanismo social de la aristocracia capitalina de entonces.

"Con algo de Dorian Gray y Amory Blaine,
Teddy Crowchield no puede frenar el ímpetu de romper lo convencional".

Cierta coloquialidad poética llena las descripciones de este libro que, sin importar lo manido de las contradicciones clasistas, resulta lo mejor de la novela. El Country Club es el sitio de la alta sociedad, un espacio ordenado, construido por el "progreso" para quitarles un poco la idea de seguir viviendo en un país de pobres. Pero algunos como Teddy no se mantienen estáticos en el cómodo lugar que les da su dinero, sino que transitan también por sitios como el Café Can-Can, en el caótico centro de Lima.
Teddy, un aristócrata crecido en Europa, lejos de las vanas aspiraciones y apariencias de la clase alta limeña, refleja el problema de un descentrado que calza bien en los lujosos salones y clubes privados, pero que su espíritu incompleto halla en el fumadero de opio del Café Can-Can la tranquilidad que buscaba y que, sin embargo, parece pastosa, abrumadora. Con algo de Dorian Gray y Amory Blaine, Teddy Crowchield no puede frenar el ímpetu de romper lo convencional, tanto que por un tiempo mantiene relaciones homosexuales con el padre de su prometida; aun así, batalla por mantener las apariencias, va a casarse, los partes matrimoniales ya han sido enviados, pero Beatriz descubre que se acostaba con su padre y rompe el compromiso.
El protagonista, devastado por la chismografía hipócrita y "moralizante" de la aristocracia limeña, se marcha del país. El mejor equipaje se lo lleva en la piel: lo único verdadero es la satisfacción de los sentidos. Duque, el galgo capaz de la más sincera y primitiva inclinación de afecto, queda en manos del arribista Suárez del Valle. Casi podríamos sacar una enseñanza de este final.