viernes, 7 de noviembre de 2014

Mis mejores desgracias

Buen tiempo estuve postergando la lectura de "Boquitas pintadas" de Manuel Puig. Para cuando pase la euforia, me excusaba. Sin embargo, hace unos días decidí viajar a Camaná a pasar el fin de semana, pues -como me dicen cada vez que llego- me acordé que tenía familia, y por obedecer a la costumbre, elegí dos novelitas para el camino. A una de ellas la tenía ya predestinada, gracias a que un amigo me la prestó: “La viuda Couderc” de George Simenon. Pero no me decidía entre forzarme con “Bajo el cielo de Arequipa” de Jorge Mackey o distraerme del mundo con el primer tomo de “Lo mejor de la ciencia ficción del siglo XIX”. Cuando reparé en la nacionalidad de Mackey, me acordé de su compatriota Puig y de su libro, que hacía rato criaba polvo en algún rincón de mi cuarto. Y como quien no quiere la cosa, la metí a la mochila.

Siempre trato de viajar en los buses de Flores Hermanos, no porque sean los más cómodos o veloces, sino porque es un poco jugar a la suerte. A veces las ventanas no se abren, los asientos no se reclinan o se reclinan mucho, casi nunca pasan películas, se descomponen en medio camino, suben cantantes, cómicos, “promotores” de remedios naturistas, vendedoras de chicharrón o de papa rellena y otras tantas posibilidades que he ido conociendo en mis buenos años de viajero interprovincial. No reniego de estas vicisitudes, pues, algunas me han permitido leer varado en la carretera quizá tanto como en las horas que he pasado en el baño.

Esta vez, en el viaje de ida liquidé el libro de Simenon; junto con “La mirada inocente” es lo mejor que he leído del padre de Maigret. Tati, la viuda Couderc, es una mujer de corta estatura, entrada en carnes y con un inquietante lunar con pelos en la cara que recuerda “un pedazo de animal, tal vez de un turón”. La cuarentona contrata al joven Jean, que acaba de cumplir una condena por asesinato, para que le ayude en la granja de su suegro, un viejo sordo y pervertido, quien permite que Tati maneje la hacienda a cambio de favores sexuales. “La viuda Couderc” es una buena novela sobre conveniencias y pasión, en la que los personajes se encaminan irremisiblemente a un final sospechado e inesperado al mismo tiempo. Como en la toma de un gambito en la que el adversario adivina qué va a pasar y sin embargo lo niega, duda de que la historia se repita siempre, intenta huir del horror de la repetición infinita, por lo que acaba igualmente sorprendido al final.

Aquel sábado, ya en la casa de mis padres, en San José, me recosté debajo de la ancha y fresca parra y abrí el libro de Puig. Confieso que estuve a punto de abandonarlo antes de las diez primeras páginas, sin embargo, en Camaná todavía el verano arrastraba pesadamente las tardes y no había mucho que hacer, pues el viejo acabó ya las jabas de sus gallos y segó el topito de arroz. Así fui avanzando por las cartas, los recortes de revistas, el guión de radionovela y los informes policiales que conforman "Boquitas pintadas". Hoja tras hoja me iba enterando de lo que les sucedía a los habitantes de Coronel Vallejos. De pronto tuve la sensación de que seguía la historia de Juan Carlos Etchepare, el personaje principal, un rato por televisión, luego cambiaba de canal donde pasaban la misma historia pero más atrasada, después encendía la radio y alguien hablaba de uno de los amigos, otra vez saltaba de registro y era como si ahora asistiera a un sepelio donde un conocido me contaba en voz baja sobre los maltrechos pulmones de Juan Carlos y de sus amoríos que terminarían por matarlo.

No he leído novela que en las primeras líneas nos avise de la muerte del protagonista y que en los últimos párrafos, cuando retorne esa confirmación, conmueva tanto. La acabé el domingo. Mi hermana, al encontrarme recostado en el sillón de la sala volteando las últimas páginas, me dijo, como regañándome, “tú te acuestas leyendo y te despiertas leyendo”. Ese día lo pasé especialmente callado. A la madrugada siguiente, cuando emprendí el viaje de retorno a Arequipa, recordé a Juan Carlos Etchepare enrumbándose a la sierra de Córdoba para intentar sanarse de la tisis, a Jean sometiéndose a las exigencias de Tati Couderc y luchando por poseer a la sobrina de la viuda. Me hice una pregunta mientras el bus remontaba la Quebrada del toro y el lánguido mar quedaba atrás, ¿y si me tocara la tragedia? Despejé las dudas con un movimiento de cabeza parecido a la manera como las mascotas empapadas se sacuden el agua. Por un instante quise convencerme de que ya he vivido y sufrido mucho en los libros como para que me toquen mejores desgracias.

Foto de Gerard Prado S.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Un festival de garra

Escribe Gabriela Caballero, desde Tacna

—Y usted, ¿qué hace?
—Yo hago teatro.
—Y… ¿cómo así, ah?

Fidel Rodríguez miró al taxista que acababa de lanzarle esa pregunta. Entonces pensó en responder del mismo modo como lo había hecho antes. Decirle que en la universidad donde estudiaba para ser profesor de Lengua y Literatura se inscribió en un curso-taller de teatro y allí quedó encantado con el arte de la representación. Quizá también podría hablarle de uno de sus primeros montajes: la pequeña obra contestataria cuyo título era “El gallo”. Y hasta evaluó la posibilidad de copiar esa frase de “Uno no elige hacer teatro, el teatro lo elige a uno”… Sin embargo, no dijo nada de aquello. Se quedó en silencio por unos segundos, mientras en el espejo retrovisor se encontraba con los ojos de su hija, quien iba con él por las calles de Lima. Se quedó en silencio el tiempo suficiente para permitir que aquel lejano estudiante de colegio terminara de dramatizar con sus compañeros de clase la canción “El gran varón” de Rubén Blades...



Ha concluido el VIII Festival Internacional de Teatro Alternativo (FITEAL) en Tacna y aún resuenan en las tablas del escenario del Teatro Municipal los pasos de los distintos actores del Perú y del extranjero que, durante tres días consecutivos, se dieron cita en esta ciudad.

—¿Sabes lo que más me ha asombrado? —dice Gastón Herrera, director de Arlequín Teatro de Arte, mientras va guardando las luces que trajo desde Chile para su propia obra y que finalmente sirvieron para los demás grupos teatrales— El público. Ahora que presenté “Solo los giles mueren de amor”, la gente respondió con un respeto total. Se rieron cuando debían reírse, lloraron cuando había que llorar. Ha sido también una grata sorpresa la variedad de obras que se han presentado en este festival. Eso ya es un éxito… Festivales así forman redes y esto es muy bueno.

Redes de artistas y público comprometido que apueste por el teatro son también para Fidel, logros importantes de este festival. Así no siempre el teatro esté lleno. Así deba continuar insistiendo en la búsqueda de la estrategia exacta para captar más público. Recuerda. En el principio solo fue la frase que le enseñaron sus maestros: “Si la gente no va al teatro, hay que llevar el teatro a la gente”. A esta enseñanza se sumó la necesidad de una confrontación de experiencias con otros grupos teatrales y el referente geográfico de Tacna, una ciudad-vía turística y comercial que podía fortalecerse como un corredor cultural.

— Fue por ello —comenta— que decidimos hacer un festival de teatro alternativo de rápido montaje que permitiera presentar un espectáculo de calidad en todo tipo de espacios: un teatro, una plaza o un salón comunal. Eso haría confrontar nuestras experiencias con otras. Hacemos montajes de fácil armado y desarmado porque estamos convencidos de que es lo mejor. Porque eso nos permite acercar el teatro a la gente.

Luego enviaron solicitudes a las entidades estatales y privadas. Algunos respondieron, otros no. Aquí se sabe que no se cuenta con el apoyo económico necesario y si se quiere concretizar cualquier proyecto, se debe asumir prácticamente la totalidad de la inversión. Y así hicieron los promotores de este festival de teatro alternativo. Aportaron con su esfuerzo y su dinero, conocedores de que su ganancia no sería material. “Ganamos experiencia”, dice Fidel. “Ganamos compartir el teatro con la gente y decirles que sí se puede hacer cosas”, repite. “Ganamos reunirnos nuevamente porque, aunque nunca hemos perdido la idea del colectivo, muchos de nosotros se van distanciando en busca de logros individuales. Pero, el festival siempre nos reúne. Ganamos los aplausos y las sonrisas de los asistentes: Esas cosas bonitas son las que ganamos y nos llenan”.

La crónica apareció en el diario arequipeño El Pueblo el martes 4 de noviembre de 2014.

Fidel Rodríguez viste zapatillas, pantalón con rayas y en su polo puede leerse el logo del evento y del grupo teatral que lo organiza: “Más de nosotros”. Por momentos enrolla y desenrolla cables, desarma trípodes, acomoda tachos de luz, bromea y da indicaciones a sus compañeros. Por momentos, observa las galerías y los palcos ya vacíos, inclina la cabeza y escucha como si tras el silencio volvieran a emerger los aplausos, la risa, el llanto contenido, los suspiros de quienes fueron testigos de la puesta en escena de “Mugris y el reciclador mágico”, “Solo los giles mueren de amor”, “Cuentos del bosque”, “Historia para ser clowntada”, “Informe para una academia”, “El lobo feroz y los tres chanchitos”, “Ejecutor 14”. En las paredes del lugar, entre las cortinas y las construcciones de madera… han quedado guardados los aplausos y los artistas que aún permanecen en el teatro, los escuchan cuando cierran los ojos. Así es como se alimentan, de eso viven: de aplausos y emociones.

—Cuando el público aplaude —comenta Will Salcedo de Toldo Aparte Producciones (Colombia)—, se nos olvidan las dificultades,  nos hacen felices. Los aplausos son nuestro elíxir de la eterna juventud. Encontrarse con personas que acogen tu trabajo es llenarse de satisfacción. Por eso, son tan importantes estos festivales; aunque para hacerlos se necesite de mucha garra, porque no se cuenta con el apoyo estatal necesario y el arte siempre queda relegado al último plano. En muchos lugares sucede lo mismo. A los artistas solo nos queda aferrarnos con las uñas a lo que hacemos.

Desde hace muchísimos años, Fidel Rodríguez viene aferrándose al teatro. Desde aquella actuación del colegio cuando encarnaba a Simón, en un sketch de la canción “El gran varón” de Rubén Blades y uno de los profesores se acercó para decirle: “Oye, tú puedes hacer teatro, eres bueno”.

—Ahí empezó todo —le había dicho Fidel al taxista.

Y si aquel hombre en Lima le habría preguntado además qué hubiera hecho de no ser actor, seguramente hubiese respondido que estaría escribiendo teatro (como ya lo viene haciendo). Porque así se ve, unido de cualquier manera a las tablas. Por ahora, permanece en silencio, quizá para escuchar mejor aquella canción que le viene del pasado: “En la sala de un hospital a las 9 y 43 nació Simón… Alelelelele lelelele aleleleleleeee…”.