Siempre trato de viajar en los buses de Flores Hermanos, no porque sean los más cómodos o veloces, sino porque es un poco jugar a la suerte. A veces las ventanas no se abren, los asientos no se reclinan o se reclinan mucho, casi nunca pasan películas, se descomponen en medio camino, suben cantantes, cómicos, “promotores” de remedios naturistas, vendedoras de chicharrón o de papa rellena y otras tantas posibilidades que he ido conociendo en mis buenos años de viajero interprovincial. No reniego de estas vicisitudes, pues, algunas me han permitido leer varado en la carretera quizá tanto como en las horas que he pasado en el baño.
Esta vez, en el viaje de ida liquidé el libro de Simenon; junto con “La mirada inocente” es lo mejor que he leído del padre de Maigret. Tati, la viuda Couderc, es una mujer de corta estatura, entrada en carnes y con un inquietante lunar con pelos en la cara que recuerda “un pedazo de animal, tal vez de un turón”. La cuarentona contrata al joven Jean, que acaba de cumplir una condena por asesinato, para que le ayude en la granja de su suegro, un viejo sordo y pervertido, quien permite que Tati maneje la hacienda a cambio de favores sexuales. “La viuda Couderc” es una buena novela sobre conveniencias y pasión, en la que los personajes se encaminan irremisiblemente a un final sospechado e inesperado al mismo tiempo. Como en la toma de un gambito en la que el adversario adivina qué va a pasar y sin embargo lo niega, duda de que la historia se repita siempre, intenta huir del horror de la repetición infinita, por lo que acaba igualmente sorprendido al final.
Aquel sábado, ya en la casa de mis padres, en San José, me recosté debajo de la ancha y fresca parra y abrí el libro de Puig. Confieso que estuve a punto de abandonarlo antes de las diez primeras páginas, sin embargo, en Camaná todavía el verano arrastraba pesadamente las tardes y no había mucho que hacer, pues el viejo acabó ya las jabas de sus gallos y segó el topito de arroz. Así fui avanzando por las cartas, los recortes de revistas, el guión de radionovela y los informes policiales que conforman "Boquitas pintadas". Hoja tras hoja me iba enterando de lo que les sucedía a los habitantes de Coronel Vallejos. De pronto tuve la sensación de que seguía la historia de Juan Carlos Etchepare, el personaje principal, un rato por televisión, luego cambiaba de canal donde pasaban la misma historia pero más atrasada, después encendía la radio y alguien hablaba de uno de los amigos, otra vez saltaba de registro y era como si ahora asistiera a un sepelio donde un conocido me contaba en voz baja sobre los maltrechos pulmones de Juan Carlos y de sus amoríos que terminarían por matarlo.
No he leído novela que en las primeras líneas nos avise de la muerte del protagonista y que en los últimos párrafos, cuando retorne esa confirmación, conmueva tanto. La acabé el domingo. Mi hermana, al encontrarme recostado en el sillón de la sala volteando las últimas páginas, me dijo, como regañándome, “tú te acuestas leyendo y te despiertas leyendo”. Ese día lo pasé especialmente callado. A la madrugada siguiente, cuando emprendí el viaje de retorno a Arequipa, recordé a Juan Carlos Etchepare enrumbándose a la sierra de Córdoba para intentar sanarse de la tisis, a Jean sometiéndose a las exigencias de Tati Couderc y luchando por poseer a la sobrina de la viuda. Me hice una pregunta mientras el bus remontaba la Quebrada del toro y el lánguido mar quedaba atrás, ¿y si me tocara la tragedia? Despejé las dudas con un movimiento de cabeza parecido a la manera como las mascotas empapadas se sacuden el agua. Por un instante quise convencerme de que ya he vivido y sufrido mucho en los libros como para que me toquen mejores desgracias.
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Foto de Gerard Prado S. |