Lo siento, Julio, esta noche tendrás tu viernes trece, me
digo mientras tomo mi puesto frente al tablero. La plaza de Camaná luce
abarrotada. Cientos se han congregado para ver al genio nacional del ajedrez,
que está de visita en su tierra natal. Otros tantos, la mayoría veraneantes
arequipeños, repletan el lugar con su indiferencia y su alegría bulliciosa.
Cegado por la vanidad y la fantasía, siento que hoy venceré
al maestro gracias a una extraordinaria combinación de hechos cósmicos y
numerológicos (qué atrevida resulta la ignorancia a veces).
Como yo, otros 25 le presentarán batalla en partidas
simultáneas. En total 26 temerarios. Interesante número que coincide con mi
fecha de nacimiento. Consideren también que 26 es el doble de trece (2x13) y que este
encuentro sucede un 13 de febrero (2/13). Viernes, para más señas. Una calurosa noche de verano.
Es cierto que pocas veces se ha dado una sorpresiva victoria
como la que han tramado los albures celestes para mí esta noche. Pienso en la
ocurrida en Nueva York hace medio siglo exactamente. Aquella vez, Luis Loayza,
notable narrador limeño, le ganó a un joven pero ya genio de los trebejos Bobby
Fischer, el mítico campeón mundial estadounidense.
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Julio Ernesto Granda en partidas simultáneas en Camaná. Foto tomada de http://diariocorreo.pe/edicion/arequipa/ |
Ese inesperado triunfo sucedió también en el marco de una
partida colectiva. Es más, el escritor peruano, al igual que yo, jugó con
negras y para completar las “coincidencias” con que nos adorna la Fortuna, él
también era un joven aficionado al deporte ciencia cuya diferencia con su contrincante
resultaba, por lo menos en el papel, enorme a favor de este. Por supuesto, la distancia
que me aleja de Granda es aún mayor, sin embargo, eso nada puede contra las planetarias
e inexorables fuerzas del destino.
La noche veraniega avanza, la gente ha ido agolpándose
alrededor de las mesas de juego. Acostumbrado a estar del otro lado de los
flashes de las cámaras, empiezo a sudar, mas no pierdo la gravedad de mi
postura. De cuando en cuando tiendo la mirada hacia el público, apenas si
reconozco una que otra cara entre la multitud que a partir de mañana me señalará
como el triunfador de este duelo.
Vuelvo al tablero, circunspecto, como posando para la foto
que inmortalice esta histórica noche. En el campo de batalla veo a mis guerreros
erguirse negros, temibles y más robustos que el enemigo. Ante ellos, los otros
lucen blanquísimos y angelicales. Mientras espero a mi afamado rival, fantaseo
con una apertura avasalladora y un medio juego ejerciendo presión sobre el
flanco del rey.
Sus finos y albos caballos caerán bajo el ataque de mis
fieros y tajantes alfiles. Mis recias torres se lanzarán implacables sobre sus
peones. Mis astutos y briosos corceles derribarán sus fichas almenadas. Todo
estaba ya predestinado en mi imaginación, no importaba que yo fuera solo un
aficionado que muchas veces cayó en la trampa del pastor... ¡Un momento! Un
vacío inesperado malogra la armonía del teatro de acciones. En la esquina del
rey blanco falta una torre. ¿Puede ser posible? Indignado por esa azarosa
ventaja que se me estaba dando, me levanto y voy en busca del coordinador para
exigirle que complete las piezas antes de que empiece la refriega.
¡Craso error!
Minutos después, el alto y fornido encargado aparece con una
efigie de sí mismo entre las manos y la coloca sobre el madero. Allí se le veía
más grande y aviesa que sus compañeros de pelotón. ¿Han oído eso de que el
aleteo de una mariposa en Japón puede desatar un huracán al otro lado del
mundo? Esta es una confirmación de aquel dicho. Una pequeñísima variante desata
una reacción en cadena que desbarata todo lo predestinado. Así, las
maravillosas combinaciones que me darían la victoria esta noche se vieron
trastornadas por la sola presencia de aquella sólida torre.
Aparece Julio Ernesto Granda pulcrísimo y sereno, me
extiende cordial su diestra, abre con peón de reina e imperturbable continúa su
ronda. No tuve tiempo de pensar cuando ya estaba encima de mí nuevamente. Luego
de unas movidas mi “sesgo alfil” cae en una celada. Sudoroso recurro a lo que
algunos llaman lanzadera, en busca de intercambiar todo lo que se pueda. Mas
Granda, cada vez más grande, en cada vuelta me golpeaba contundente.
Pasada la décima jugada, un atrevido peón incomoda las filas
enemigas, y Julio, acostumbrado a avanzar por las mesas cual Usaín Bolt de las
partidas simultáneas, se demora frente a mí unos largos segundos que no pasaron
desapercibidos por la multitud. Las celestes confabulaciones volvían a hacer lo
suyo, pensé. Pocas movidas después, su crecida torre avanza al ataque sobre el
peón que protege a mi rey enrocado. Ya lo veía venir, de nada sirven los azares
cuando enfrente tienes a un genio.
Era cuestión de tiempo, mi rey será derribado por esa roca
gigante. Herido ya en lo profundo de mi fantasía, lo mejor era abandonar, pero
junto a mí, un niño de siete años todavía daba batalla. No podía ser posible.
Me dediqué a aguantar los golpes lo mejor que podía. Dos jugadas después de que
derribara al geniecillo de mi costado, caí a los pies de esa irrespetuosa torre
que nada sabía de predestinaciones cósmicas.
Mi
hermosa fantasía de una noche de verano se vino abajo cual torre de Babel. De modo
semejante al Quijote en sus últimos días, debí resignarme al enorme peso de
la realidad. Sin un fundamento descarnadamente lógico, las más caras ilusiones
de un rústico aficionado no tienen la menor opción frente a un genio como
Granda. Eso sí, nada mueve tanto el espíritu de un hombre como el anhelo de
lograr lo improbable.