sábado, 28 de enero de 2017

Los camanejos en la obra de Vargas Llosa

Cuando los cadetes del Colegio Militar leían las novelitas eróticas del Poeta en La ciudad y los perros, una pregunta asaltaba sus pensamientos: ¿Eran verdaderas aquellas historias? Quienes alguna vez mostraron un cuento a los amigos, probablemente, tuvieron que responder preguntas similares. Uno recrea anécdotas que nunca vivirá en el mundo real solo por el gusto de sentir que en la ficción las puede vivir.

¿Qué motivaciones habría en tu interior cuando hablabas de los camanejos, Varguitas? ¿Por qué siempre los presentabas con una carga negativa? ¿Qué arreglo con el mundo real querías lograr? ¿Qué deuda impaga tenías con tu excompañero Guillermo Velando, el camanejo amante de su pueblo? ¿Por qué en tu obra La señorita de Tacna hiciste a tu abuelo Pedro ultrajar a una india de Camaná?

Marito, tú conociste el mar en Camaná, en su playa te zambulliste por primera vez cuando de niño hacías el viaje de Cochabamba a Piura. Aunque la experiencia no fue buena pues un cangrejo te atacó y, engreído como eras, lloraste sin parar. Lo cuentas en El pez en el agua. Eso te sentías, un pez, ya te habías reconciliado con el mar en Piura y en Lima, cuando fuiste el Miguel de tu cuento “Día domingo”, aquel muchacho que reta al machito del barrio miraflorino a lanzarse por la rompiente y nadar hasta la reventazón. Todo por una hembrita. Allí qué valiente, qué gran nadador enfrentando al mar oscuro fuiste, Marito.

Volvamos a lo nuestro, los camanejos. Pobre india que no será una india aquella de la que abusó tu abuelo Pedro. ¿Y los Saíd que serán los prósperos Díaz, conocidos hacendados de principios de siglo XX en Camaná? Con ellos trabajó tu abuelo, en su hacienda conoció a Asunta Pastrana y en sus chacras, cuando caía la tarde, parapetados detrás de un bordo, se amaban con pasión.

Esa es tu verdad de las mentiras, Varguitas, tus críticas conciliaciones con la historia y la realidad. ¿Quién no desea construirse una realidad mejor de la que vive? Esta también es una prueba del mismo anhelo. Un acercamiento a personajes de novela que nadie más reactualizará, no hay motivos, no son complejos como el Jaguar o Lituma que merecerán ensayos y nuevas ficciones, en cambio los que aquí aparecen solo alcanzaron esta pequeña memoria recreada por la azarosa circunstancia de ser paisanos.





















Guillermo

Se acercaban los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y solo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando estos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.” (La tía Julia y el escribidor, capítulo XI)

¿Sabías acaso, Varguitas, cuando pergeñabas estas líneas, a tus treinta años, la trágica historia de tu antiguo compañero de universidad? Quizá deseaste rendirle un pequeño homenaje al provincianito que se te adelantó en tener claros sus afanes políticos. ¿Tú no los tenías en ese tiempo, Varguitas?

Mira no más, todo un señor abogado, qué orgullo, pues, hijito. Doctor Guillermo Velando, doctor Velando. Y volviste a tu tierra, no llevabas el cartón bajo el brazo, no, lo exponías delante de ti. El título de abogado te precedió, llegó a las reuniones familiares antes que tú, que estabas aún en San Marcos, llegó a la vereda de la esquina donde los hombres del campo tomaban el fresco de la tarde y chismeaban sobre los buenos hijos de la tierra, los buenos hijos, Guillermo, que acabaron enloqueciendo de amor por una pampeñita de caderas macizas y naricilla coqueta, los buenos hijos que querían tanto a su provincia que abandonaron la hermosa promesa de una brillante carrera de Leyes y volvieron a ella para ser su alcalde, para convertirla en una ciudad próspera, pero también regresaste, Guillermo, por esas pantorrillas blancas con las que soñabas en la soledad de tu cuarto cerca de la Plaza Dos de Mayo, en Lima.

Mira nada más, Guillermo, cómo enloqueciste por esa pelandusca que se metió con el zambo que cuidaba los campos de frejol de tu tío Roberto Mogrovejo. Por esa, hijito, llorabas, por esa que la sorprendieron cuando la choza se venía abajo con sus gritos. ¿Y el zambo? Ese negro asqueroso. Mira que preferir a ese bandido en lugar de a ti, todo un abogado, todo un brillante universitario que ayudó a aprobar los cursos a ese escritorcito del quien ahora todos hablan. Precisamente ese espíritu colaborador, comunitario, te impulsó a volver a tu pueblo, a batallar por su progreso. Eso decías siempre; sin embargo, también te trajo de vuelta a Camaná el cuerpo joven y firme de la muchachita con quien pensabas casarte, Guillermo.

Era agosto cuando la tragedia te alcanzó primero a ti que al zambo. Las matas secas de frejoles blanqueaban en medio de la noche arrancadas y puestas en fila alrededor de la huaracha, caminaste por entre ellas pisando firme, convencido de que las chambas del terreno callarían tus pasos. De noche, en qué pensabas, Guillermo, de noche y con un machete. Tú contra un cuidante que no sabías que estaba armado. En el cielo algunas nubes tapaban y destapaban la hoja filuda de la luna menguante. Y tú, el inteligente hijo de don Mariano Velando Aguilar, el bueno de Guillermo, caíste seco después de que un disparo rompiera el silencio nocturno, caíste con el pecho abierto, ese pecho en el que guardabas tantas promesas bonitas para María Teresa Villar Herrera y que ese negro al que ibas a matar te destrozó atravesándote una bala de lado a lado.

Te confundió con un ladrón, eso se dijo en los juzgados, pero todos sabían que era por la Teresa. Luego en los periódicos, Camaná llora muerte de joven doctor. Y en Radio Líder, Disparo de Félix Zamudio Huayhua, 32 años, mató a dilecto hijo de la Villa Hermosa. Y un par de años después apareces en este pasaje de la novela de Varguitas. Qué buen estudiante eras, Guillermo; qué buen abogado hubieras sido si no volvías a tu tierra, a tu querida Villa Hermosa y te quedabas en Lima; que gran alcalde hubieras sido, Guillermo, si no te encamotabas hasta los tuétanos, socito.

Sophia Loren en La CioCiara de Vittorio de Sica, 1960.


Elvira y Asunta

“ELVIRA: Pero es el mejor confesor que conozco. ¡El Padre Venancio! Qué facilidad de palabra, a una la envuelve, la hipnotiza. Padre Venancio, por culpa de esa india de Camaná y de esa maldita carta, he cometido pecado mortal.” (La señorita de Tacna, acto II)

Esa carta de la que hablas, Elvira, no era la más fogosa ni la más extensa que Pedro envió a su esposa Carmen. Pero fue la única que leíste a escondidas y te escandalizó lo que decía allí. No te arrepientes de haberla leído, te culpas sobre todo porque se te encendieron las entrañas al saber lo que Pedro le hizo a esa india camaneja, en el suelo, como animales. Ese fue el pecado mortal que le confesaste al padre Venancio, Elvira, el deseo de que fuera Pedro, el marido de tu prima, quien sofocara tu vientre con cierta brutalidad.

Ahora voy a administrar la hacienda de los señores Saíd, en Camaná –dijo Pedro para convencerte, Elvira, de que vayas a vivir con ellos, los recién casados–. Vamos a sembrar algodón. En unos cuantos años tal vez pueda independizarme, comprar una tierrita. Carmen tendrá que pasar largas temporadas en Arequipa. Usted la acompañará. ¿Ya ve que no será una carga sino una ayuda en la casa?

Solo por eso te dejaste persuadir. Viven ya un año en Arequipa en la casa del Vallecito, junto al río Chili. Carmen y tú se llevan siempre bien, fueron como hermanas toda vida. En Tacna vivieron juntas desde niñas y ahora en Arequipa tú la acompañas mientras su esposo Pedro trabaja en las haciendas de Camaná. Y aquella tarde cuando vio llorar a Carmen, Elvira buscó por pura curiosidad la carta motivo de esas lágrimas, la halló y se encerró en el baño. Sentada sobre la tina empezaste a leerla. Pedro le confesaba que le había sido infiel con una camaneja.

El nombre de ella no importa. Es una infeliz, una de las indias que limpian el albergue, un animalito, una cosa. No me cegaron sus encantos, Carmen. Sino los tuyos, el recuerdo de tu cuerpo que es la razón de mi nostalgia. Fue pensando en ti, ávido de ti, que cedí a la locura y amé a la india… Sin dejar de leer, Elvira juntó las piernas, colocó su delicado pie detrás de su tobillo y pasándose la mano se acomodó la larga falda de tal manera que algunos pliegues quedaran aprisionados entre sus muslos.
 
Sentiste, Elvira, cómo ese calor desconocido entraba en ti y subía, humedeciéndolo todo, hasta tu vientre. Acercaste más la carta doblando los codos, sentías cómo la presión de tus brazos sobre tus costados parecía inflamar tus pechos. Ni por un momento pensaste en Joaquín, el oficial chileno con quien te ibas a casar en Tacna; sino en Pedro, en su cuerpo sobre esa india. Y, en mis brazos, ese ser chusco lloriqueó de placer.

Tú por un momento eras esa india camaneja con quien Pedro engañó a Carmen. Querías ser tú esa mujer sometida a una fuerza salvaje e incontrolable, deseabas sentir en tu cuerpo virginal el ímpetu de otro cuerpo joven y viril que te saciaba y desesperaba. Ese es tu pecado mortal, haberte excitado con la brutalidad de Pedro sobre esa trabajadora de la hacienda de los Saíd que él administraba.

Lejos estabas, Elvira, de saber la verdad sobre esa india de Camaná. Mi madre no era india, sobrino, fue una mujer criolla que trabajó para los hacendados Díaz. ¿Por qué en la obra La señorita de Tacna escribiste Saíd en lugar de Díaz? ¿Por qué ese anagrama, Varguitas? ¿Para ocultar tal vez la verdad sobre el loco amorío de tu abuelo Pedro Llosa? ¿Por eso tampoco nombraste a esa mujer? El nombre de ella no importa. Es una infeliz, una de las indias que limpian el albergue. Claro que el nombre de ella importa. Asunta Pastrana Ochoa, casada, con dos hijos por entonces, pero con un cuerpo endiablado y una boquita que hacía delirar a tu abuelo, Varguitas.

Sobre la señora se ha dicho que era buena hembra, que bien chambeadora era y que tuvo tantos hijos como maridos. Pedro enloqueció por Asunta, sin embargo, amaba a su mujer y en cada carta describía con vivo realismo las nuevas formas de amar que deseaba vivir con ella. Nunca pudo, su amor era limpio, honesto. En cuanto la veía sentía ganas de protegerla, de amarla con ternura, la dulce Carmen. En cambio, con esa “india” cómo deliraba, cómo contra los bordos de las chacras, alzando faldas y enaguas, se dejaba arrastrar por un fuego bestial. ¿Qué hubieras dicho, qué hubieras sentido, Elvira, al leer esas otras cartas? O tal vez sí las leíste y nunca lo confesaste.

La lettre, Delphin Enjolras.