Cuando los cadetes del Colegio Militar leían las novelitas
eróticas del Poeta en La ciudad y los
perros, una pregunta asaltaba sus pensamientos: ¿Eran verdaderas aquellas
historias? Quienes alguna vez mostraron un cuento a los amigos, probablemente,
tuvieron que responder preguntas similares. Uno recrea anécdotas que nunca
vivirá en el mundo real solo por el gusto de sentir que en la ficción las puede
vivir.
¿Qué motivaciones habría en tu interior cuando hablabas de los
camanejos, Varguitas? ¿Por qué siempre los presentabas con una carga negativa?
¿Qué arreglo con el mundo real querías lograr? ¿Qué deuda impaga tenías con tu
excompañero Guillermo Velando, el camanejo amante de su pueblo? ¿Por qué en tu
obra La señorita de Tacna hiciste a
tu abuelo Pedro ultrajar a una india de Camaná?
Marito, tú conociste el mar en Camaná, en su playa te zambulliste
por primera vez cuando de niño hacías el viaje de Cochabamba a Piura. Aunque la
experiencia no fue buena pues un cangrejo te atacó y, engreído como eras,
lloraste sin parar. Lo cuentas en El pez
en el agua. Eso te sentías, un pez, ya te habías reconciliado con el mar en
Piura y en Lima, cuando fuiste el Miguel de tu cuento “Día domingo”, aquel muchacho que reta al machito del barrio
miraflorino a lanzarse por la rompiente y nadar hasta la reventazón. Todo por
una hembrita. Allí qué valiente, qué gran nadador enfrentando al mar oscuro
fuiste, Marito.
Volvamos a lo nuestro, los camanejos. Pobre india que no será una
india aquella de la que abusó tu abuelo Pedro. ¿Y los Saíd que serán los
prósperos Díaz, conocidos hacendados de principios de siglo XX en Camaná? Con
ellos trabajó tu abuelo, en su hacienda conoció a Asunta Pastrana y en sus
chacras, cuando caía la tarde, parapetados detrás de un bordo, se amaban con
pasión.
Esa es tu verdad de las mentiras, Varguitas, tus críticas
conciliaciones con la historia y la realidad. ¿Quién no desea construirse una
realidad mejor de la que vive? Esta también es una prueba del mismo anhelo. Un
acercamiento a personajes de novela que nadie más reactualizará, no hay
motivos, no son complejos como el Jaguar o Lituma que merecerán ensayos y
nuevas ficciones, en cambio los que aquí aparecen solo alcanzaron esta pequeña
memoria recreada por la azarosa circunstancia de ser paisanos.


Guillermo
“Se acercaban los exámenes
de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía
menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para
este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado
Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y
era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la
respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los
artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una
novia, y solo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba,
e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me
prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando estos se venían
encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo
que habían hecho en clases.” (La tía
Julia y el escribidor, capítulo XI)
¿Sabías acaso, Varguitas, cuando pergeñabas estas líneas, a tus
treinta años, la trágica historia de tu antiguo compañero de universidad? Quizá
deseaste rendirle un pequeño homenaje al provincianito que se te adelantó en
tener claros sus afanes políticos. ¿Tú no los tenías en ese tiempo, Varguitas?
Mira no más, todo un señor abogado, qué orgullo, pues, hijito.
Doctor Guillermo Velando, doctor Velando. Y volviste a tu tierra, no llevabas
el cartón bajo el brazo, no, lo exponías delante de ti. El título de abogado te
precedió, llegó a las reuniones familiares antes que tú, que estabas aún en San
Marcos, llegó a la vereda de la esquina donde los hombres del campo tomaban el
fresco de la tarde y chismeaban sobre los buenos hijos de la tierra, los buenos
hijos, Guillermo, que acabaron enloqueciendo de amor por una pampeñita de
caderas macizas y naricilla coqueta, los buenos hijos que querían tanto a su
provincia que abandonaron la hermosa promesa de una brillante carrera de Leyes
y volvieron a ella para ser su alcalde, para convertirla en una ciudad
próspera, pero también regresaste, Guillermo, por esas pantorrillas blancas con
las que soñabas en la soledad de tu cuarto cerca de la Plaza Dos de Mayo, en
Lima.
Mira nada más, Guillermo, cómo enloqueciste por esa pelandusca que
se metió con el zambo que cuidaba los campos de frejol de tu tío Roberto
Mogrovejo. Por esa, hijito, llorabas, por esa que la sorprendieron cuando la
choza se venía abajo con sus gritos. ¿Y el zambo? Ese negro asqueroso. Mira que
preferir a ese bandido en lugar de a ti, todo un abogado, todo un brillante
universitario que ayudó a aprobar los cursos a ese escritorcito del quien ahora
todos hablan. Precisamente ese espíritu colaborador, comunitario, te impulsó a
volver a tu pueblo, a batallar por su progreso. Eso decías siempre; sin
embargo, también te trajo de vuelta a Camaná el cuerpo joven y firme de la
muchachita con quien pensabas casarte, Guillermo.
Era agosto cuando la tragedia te alcanzó primero a ti que al
zambo. Las matas secas de frejoles blanqueaban en medio de la noche arrancadas
y puestas en fila alrededor de la huaracha,
caminaste por entre ellas pisando firme, convencido de que las chambas del
terreno callarían tus pasos. De noche, en qué pensabas, Guillermo, de noche y
con un machete. Tú contra un cuidante que no sabías que estaba armado. En el
cielo algunas nubes tapaban y destapaban la hoja filuda de la luna menguante. Y
tú, el inteligente hijo de don Mariano Velando Aguilar, el bueno de Guillermo,
caíste seco después de que un disparo rompiera el silencio nocturno, caíste con
el pecho abierto, ese pecho en el que guardabas tantas promesas bonitas para
María Teresa Villar Herrera y que ese negro al que ibas a matar te destrozó
atravesándote una bala de lado a lado.
Te confundió con un ladrón, eso se dijo en los juzgados, pero
todos sabían que era por la Teresa. Luego en los periódicos, Camaná llora
muerte de joven doctor. Y en Radio Líder, Disparo de Félix Zamudio Huayhua, 32
años, mató a dilecto hijo de la Villa Hermosa. Y un par de años después
apareces en este pasaje de la novela de Varguitas. Qué buen estudiante eras, Guillermo;
qué buen abogado hubieras sido si no volvías a tu tierra, a tu querida Villa
Hermosa y te quedabas en Lima; que gran alcalde hubieras sido, Guillermo, si no
te encamotabas hasta los tuétanos, socito.
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Sophia Loren en La CioCiara de Vittorio de Sica, 1960. |
Elvira y Asunta
“ELVIRA: Pero es el mejor
confesor que conozco. ¡El Padre Venancio! Qué facilidad de palabra, a una la
envuelve, la hipnotiza. Padre Venancio, por culpa de esa india de Camaná y de
esa maldita carta, he cometido pecado mortal.” (La señorita de Tacna, acto
II)
Esa carta de la que hablas, Elvira, no era la más fogosa ni la más
extensa que Pedro envió a su esposa Carmen. Pero fue la única que leíste a
escondidas y te escandalizó lo que decía allí. No te arrepientes de haberla
leído, te culpas sobre todo porque se te encendieron las entrañas al saber lo
que Pedro le hizo a esa india camaneja, en el suelo, como animales. Ese fue el
pecado mortal que le confesaste al padre Venancio, Elvira, el deseo de que
fuera Pedro, el marido de tu prima, quien sofocara tu vientre con cierta
brutalidad.
Ahora voy a administrar la hacienda de
los señores Saíd, en Camaná
–dijo Pedro para convencerte, Elvira, de que vayas a vivir con ellos, los
recién casados–. Vamos a sembrar algodón.
En unos cuantos años tal vez pueda independizarme, comprar una tierrita. Carmen
tendrá que pasar largas temporadas en Arequipa. Usted la acompañará. ¿Ya ve que
no será una carga sino una ayuda en la casa?
Solo por eso te dejaste persuadir. Viven ya un año en Arequipa en
la casa del Vallecito, junto al río Chili. Carmen y tú se llevan siempre bien,
fueron como hermanas toda vida. En Tacna vivieron juntas desde niñas y ahora en
Arequipa tú la acompañas mientras su esposo Pedro trabaja en las haciendas de
Camaná. Y aquella tarde cuando vio llorar a Carmen, Elvira buscó por pura
curiosidad la carta motivo de esas lágrimas, la halló y se encerró en el baño.
Sentada sobre la tina empezaste a leerla. Pedro le confesaba que le había sido
infiel con una camaneja.
El nombre de ella no importa. Es una
infeliz, una de las indias que limpian el albergue, un animalito, una cosa. No
me cegaron sus encantos, Carmen. Sino los tuyos, el recuerdo de tu cuerpo que
es la razón de mi nostalgia. Fue pensando en ti, ávido de ti, que cedí a la
locura y amé a la india… Sin
dejar de leer, Elvira juntó las piernas, colocó su delicado pie detrás de su
tobillo y pasándose la mano se acomodó la larga falda de tal manera que algunos
pliegues quedaran aprisionados entre sus muslos.
Sentiste, Elvira, cómo ese calor desconocido entraba en ti y
subía, humedeciéndolo todo, hasta tu vientre. Acercaste más la carta doblando
los codos, sentías cómo la presión de tus brazos sobre tus costados parecía
inflamar tus pechos. Ni por un momento pensaste en Joaquín, el oficial chileno
con quien te ibas a casar en Tacna; sino en Pedro, en su cuerpo sobre esa
india. Y, en mis brazos, ese ser chusco
lloriqueó de placer.
Tú por un momento eras esa india camaneja con quien Pedro engañó a
Carmen. Querías ser tú esa mujer sometida a una fuerza salvaje e incontrolable,
deseabas sentir en tu cuerpo virginal el ímpetu de otro cuerpo joven y viril
que te saciaba y desesperaba. Ese es tu pecado mortal, haberte excitado con la
brutalidad de Pedro sobre esa trabajadora de la hacienda de los Saíd que él
administraba.
Lejos estabas, Elvira, de saber la verdad sobre esa india de
Camaná. Mi madre no era india, sobrino, fue una mujer criolla que trabajó para
los hacendados Díaz. ¿Por qué en la obra La
señorita de Tacna escribiste Saíd en lugar de Díaz? ¿Por qué ese anagrama,
Varguitas? ¿Para ocultar tal vez la verdad sobre el loco amorío de tu abuelo
Pedro Llosa? ¿Por eso tampoco nombraste a esa mujer? El nombre de ella no importa. Es una infeliz, una de las indias que
limpian el albergue. Claro que el nombre de ella importa. Asunta Pastrana
Ochoa, casada, con dos hijos por entonces, pero con un cuerpo endiablado y una
boquita que hacía delirar a tu abuelo, Varguitas.
Sobre la señora se ha dicho que era buena hembra, que bien
chambeadora era y que tuvo tantos hijos como maridos. Pedro enloqueció por
Asunta, sin embargo, amaba a su mujer y en cada carta describía con vivo
realismo las nuevas formas de amar que deseaba vivir con ella. Nunca pudo, su
amor era limpio, honesto. En cuanto la veía sentía ganas de protegerla, de
amarla con ternura, la dulce Carmen. En cambio, con esa “india” cómo deliraba,
cómo contra los bordos de las chacras, alzando faldas y enaguas, se dejaba
arrastrar por un fuego bestial. ¿Qué hubieras dicho, qué hubieras sentido,
Elvira, al leer esas otras cartas? O tal vez sí las leíste y nunca lo
confesaste.
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La lettre, Delphin Enjolras. |
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