Unos minutos después de que el viejo Andrés saliera,
el portón chirrió y golpeó suavemente el muro de sillar. No solo Rosmery fijó
sus redondos ojos en la calle, pero sí fue la única que avanzó hacia ella.
Beatriz dio un mugido que empezó alto, luego, como si tomara la curva de un
tazón, bajó para nuevamente subir y terminar en una leve aspiración. De haber podido
sospechar, Rosmery habría pensado que Beatriz le iría con el chisme al viejo.
Ya en la calle, Ros se quedó inmóvil mirando la ruta
hacia la chacra que seguían todas las mañanas. A una cuadra,
del otro lado de la pista, un grupo de albañiles se repartía las tareas frente
al cascarón de un enorme edificio. En la fachada había un letrero gigante con el
nombre del nuevo centro comercial, y a pesar de que Rosmery no sabía leer, se
quedó mirándolo. Un taxi tico le pasó muy cerca, Ros dio un par de brincos que la dejó
viendo en dirección contraria. Hacia allí la avenida Lambramani se curva
suavemente, antes de la iglesia de San Juan, las casas se apiñan unas con otras, y al
fondo, hasta donde apenas alcanzaban sus ojos, había una figura colorida.
Avanzó un par de pasos, el primero largo y el otro más corto y menos seguro.
Movió la cabeza como si asintiera y la figura se hizo más visible.
Ros mugió y miró atrás para ver si obtenía
respuesta, tras unos segundos se enderezó y sus ojos alcanzaron nuevamente las
reverberaciones de aquellos colores. Ni ella, ni sus compañeras sabían cruzar
la pista: temprano en la mañana iban a la chacra por el mismo lado por el que
volvían en la tarde. Así que Rosmery avanzó orillando la pista en sentido
opuesto al tránsito. A cualquiera que la hubiese visto caminar a esas horas de
la mañana se le habría ocurrido pensar que la lechera se aburrió de cargar
baldes y traía ahora la fuente misma.
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Una vaca en la pista. Foto tomada de: http://www.flickr.com/photos/marcosg/4294375978/in/photostream/ |
Del callejón de Las Orquídeas salió un perro que
empezó a ladrarle, Rosmery giró los músculos de su cuello y apuntó hacia él los
dos muñones que tenía en lugar de cachos. El perro le siguió ladrando
briosamente. Por el mismo lugar apareció un hombre más viejo que Andrés,
llevaba en sus espaldas un sucio costal que cogía con dos manos, se le quedó
mirando con una sonrisa desdentada y dijo algo que a Ros le hubiese parecido
otro idioma de haber sabido que todos los humanos no hablaban el mismo.
El perro la persiguió hasta el puente de la avenida
Venezuela, por cuidarse de él había perdido de vista la colorida figura. Años
antes, el viejo Andrés, con la ayuda de dos hombres, la ató contra un palo, la
tumbaron y sujetaron tan fuerte que solo le quedaba mugir, el viejo le puso una
rodilla sobre el pescuezo y le serró los dos cachos con los que hubiera
asustado al perro.
A cada minuto el tránsito aumentaba. La cola de
Rosmery había perdido ese natural, pero soso bamboleo, estaba casi rígida; tal
vez por eso Rosmery apuró el paso. Aunque ella no lo sabía, lo que es natural
debe seguir pareciendo natural. Así consiguió que su cola continúe siendo la
cola de espantar moscas, no hecha para brincos. Por otro lado, sus golpes no
son para usar en marcha, sus patadas parecen de tiastra tejedora, golpes cortos y
nerviosos que no espantan a un perro tenaz.
Continuó al trote, después de todo, eso era lo que
hacía por las mañanas, aunque en esta ocasión, de tener memoria habría
recordado que era la primera vez que trotaba sola. Sin la plasticidad de los
equinos, ni la armonía de los auquénidos, el trote de Rosmery producía en el
asfalto el sonido de baquetas inseguras y angustiantes, lo cual explica la moda
de las campanitas colgadas al pescuezo.
Si bien a esa velocidad no hubiese adelantado a
nadie, el perro quedó atrás. Mientras avanzaba, el sonido de los autos luchaba por llenar todo el espacio. Rosmery quiso fijar su vista en un lugar
conocido, inútilmente cabeceó y mugió en busca de respuesta. Un bocinazo la
turbó, luego otro y otro. Solo sabía ir hacia adelante y continuó. Cuando
cruzaba la avenida Independencia, una mujer que empujaba un triciclo quiso
atajarla, pero Ros, movida por las extrañas conexiones de su interior, se
espantó y chocó su huesuda cadera contra una cúster. El golpe la azuzó y,
aunque no miraba nada conocido frente a ella, siguió trotando.
Las imágenes de cómo había llegado hasta ahí la
estarían asaltando, quizás. Primero, recordaría cómo, la noche anterior, de
pura casualidad meó tormentosamente sobre la estaca que la sujetaba. De tener
conciencia, habría razonado también que con ese pequeño tirón que dio al
echarse, la estaca se desenterraría. Luego, la cabuya había zafado el nudo que
la apiezaba al engancharse en una esquina del bebedero. Claro que no pudo ver
lo que el viejo Andrés llevaba entre las manos cuando salió en la madrugada,
pero habría deducido fácilmente que eso no importaba.
Es un hecho improbable, pero lo que más angustias le
hubiera causado sería el recuerdo del primer tico que la turbó. Después de todo
aquel tormentoso recorrido, de haber causado enojos o sonrisas a algunos
conductores y haber espantado terriblemente, sin querer, claro está, a dos
borrachos que doblaban de la calle San Francisco, Rosmery llegó a un lugar
espacioso donde al fin sus ojos pudieron reconocer el color del pasto y pudo
beber un poco de agua al lado de unas palomas que la miraban escandalizadas.
Rosmery no sabía nada de fotografía ni modelaje, no
obstante, la imagen que apareció en los diarios sirvió para que el viejo Andrés
la reconociera y la sacara del depósito municipal donde la habían confinado
hasta encontrar al dueño.
Arequipa, invierno de 2010