Mi amor por Ella pesa más, mucho más que su centenar
de kilos. No puedo estar lejos de Ella, lo cual me confirma la ley de la
gravedad: Los cuerpos de gran masa ejercen mayor fuerza de atracción; yo lo suscribo.
Siempre me gustaron Las tres gracias de Rubens, cada una me
parecía sublime, hermosa, pero Ella es las tres juntas.
Su tobillo es blanco, terso y enorme como un melón, como
pintado por Botero, voluminosa sensualidad... ¡Y tiene dos!
Cuando se pone su vestido enterizo a la moda barroca de
ahora, me recuerda a la virgen cerro, aunque es mejor, pues Ella sería los
Andes completos. Como tal, pocos han coronado sus cumbres y aún menos han resbalado en todos sus pliegues y restallado besos en sus níveas quebradas.
Todos mis amores me han dolido, pero nunca como Ella, sobre
todo en la intimidad, y aunque en esos momentos me siento dueño del mundo
entero, aprendí el esfuerzo de Atlas para sostenerlo.
Cada vez que salimos de un restaurante me dan ganas de
cantarle un bolero: “¡Qué caro estoy pagando por quererte, ay cariño!”.
Si para Freud las mujeres eran el continente negro; para mí,
Ella es más que un planeta, es el único agujero negro que conozco: se traga
todo lo que esté a su alcance.
Mi
amor por Ella es una hipérbola, es una superhiperbola. El sentimiento que me
embarga no puede describirse con cuatro letras, es un grande amor, un amor
perfecto, redondo.
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