jueves, 30 de mayo de 2013

Una vaca cualquiera

Si el viejo Andrés hubiese visto asomar la negra y húmeda trompa de Rosmery por el portón de la calle, le habría encajado un recio sopapo. ¡Asa, bruta!, le habría dicho. Pero esa mañana el viejo demoró en volver y, aunque Rosmery no lo sabía, ya eran más de las cinco y media.

Unos minutos después de que el viejo Andrés saliera, el portón chirrió y golpeó suavemente el muro de sillar. No solo Rosmery fijó sus redondos ojos en la calle, pero sí fue la única que avanzó hacia ella. Beatriz dio un mugido que empezó alto, luego, como si tomara la curva de un tazón, bajó para nuevamente subir y terminar en una leve aspiración. De haber podido sospechar, Rosmery habría pensado que Beatriz le iría con el chisme al viejo.

Ya en la calle, Ros se quedó inmóvil mirando la ruta hacia la chacra que seguían todas las mañanas. A una cuadra, del otro lado de la pista, un grupo de albañiles se repartía las tareas frente al cascarón de un enorme edificio. En la fachada había un letrero gigante con el nombre del nuevo centro comercial, y a pesar de que Rosmery no sabía leer, se quedó mirándolo. Un taxi tico le pasó muy cerca, Ros dio un par de brincos que la dejó viendo en dirección contraria. Hacia allí la avenida Lambramani se curva suavemente, antes de la iglesia de San Juan, las casas se apiñan unas con otras, y al fondo, hasta donde apenas alcanzaban sus ojos, había una figura colorida. Avanzó un par de pasos, el primero largo y el otro más corto y menos seguro. Movió la cabeza como si asintiera y la figura se hizo más visible.

Ros mugió y miró atrás para ver si obtenía respuesta, tras unos segundos se enderezó y sus ojos alcanzaron nuevamente las reverberaciones de aquellos colores. Ni ella, ni sus compañeras sabían cruzar la pista: temprano en la mañana iban a la chacra por el mismo lado por el que volvían en la tarde. Así que Rosmery avanzó orillando la pista en sentido opuesto al tránsito. A cualquiera que la hubiese visto caminar a esas horas de la mañana se le habría ocurrido pensar que la lechera se aburrió de cargar baldes y traía ahora la fuente misma.


Una vaca en la pista. Foto tomada de:
 http://www.flickr.com/photos/marcosg/4294375978/in/photostream/

Del callejón de Las Orquídeas salió un perro que empezó a ladrarle, Rosmery giró los músculos de su cuello y apuntó hacia él los dos muñones que tenía en lugar de cachos. El perro le siguió ladrando briosamente. Por el mismo lugar apareció un hombre más viejo que Andrés, llevaba en sus espaldas un sucio costal que cogía con dos manos, se le quedó mirando con una sonrisa desdentada y dijo algo que a Ros le hubiese parecido otro idioma de haber sabido que todos los humanos no hablaban el mismo.

El perro la persiguió hasta el puente de la avenida Venezuela, por cuidarse de él había perdido de vista la colorida figura. Años antes, el viejo Andrés, con la ayuda de dos hombres, la ató contra un palo, la tumbaron y sujetaron tan fuerte que solo le quedaba mugir, el viejo le puso una rodilla sobre el pescuezo y le serró los dos cachos con los que hubiera asustado al perro.

A cada minuto el tránsito aumentaba. La cola de Rosmery había perdido ese natural, pero soso bamboleo, estaba casi rígida; tal vez por eso Rosmery apuró el paso. Aunque ella no lo sabía, lo que es natural debe seguir pareciendo natural. Así consiguió que su cola continúe siendo la cola de espantar moscas, no hecha para brincos. Por otro lado, sus golpes no son para usar en marcha, sus patadas parecen de tiastra tejedora, golpes cortos y nerviosos que no espantan a un perro tenaz.

Continuó al trote, después de todo, eso era lo que hacía por las mañanas, aunque en esta ocasión, de tener memoria habría recordado que era la primera vez que trotaba sola. Sin la plasticidad de los equinos, ni la armonía de los auquénidos, el trote de Rosmery producía en el asfalto el sonido de baquetas inseguras y angustiantes, lo cual explica la moda de las campanitas colgadas al pescuezo.

Si bien a esa velocidad no hubiese adelantado a nadie, el perro quedó atrás. Mientras avanzaba, el sonido de los autos luchaba por llenar todo el espacio. Rosmery quiso fijar su vista en un lugar conocido, inútilmente cabeceó y mugió en busca de respuesta. Un bocinazo la turbó, luego otro y otro. Solo sabía ir hacia adelante y continuó. Cuando cruzaba la avenida Independencia, una mujer que empujaba un triciclo quiso atajarla, pero Ros, movida por las extrañas conexiones de su interior, se espantó y chocó su huesuda cadera contra una cúster. El golpe la azuzó y, aunque no miraba nada conocido frente a ella, siguió trotando.

Las imágenes de cómo había llegado hasta ahí la estarían asaltando, quizás. Primero, recordaría cómo, la noche anterior, de pura casualidad meó tormentosamente sobre la estaca que la sujetaba. De tener conciencia, habría razonado también que con ese pequeño tirón que dio al echarse, la estaca se desenterraría. Luego, la cabuya había zafado el nudo que la apiezaba al engancharse en una esquina del bebedero. Claro que no pudo ver lo que el viejo Andrés llevaba entre las manos cuando salió en la madrugada, pero habría deducido fácilmente que eso no importaba.
                                     
Es un hecho improbable, pero lo que más angustias le hubiera causado sería el recuerdo del primer tico que la turbó. Después de todo aquel tormentoso recorrido, de haber causado enojos o sonrisas a algunos conductores y haber espantado terriblemente, sin querer, claro está, a dos borrachos que doblaban de la calle San Francisco, Rosmery llegó a un lugar espacioso donde al fin sus ojos pudieron reconocer el color del pasto y pudo beber un poco de agua al lado de unas palomas que la miraban escandalizadas.


Rosmery no sabía nada de fotografía ni modelaje, no obstante, la imagen que apareció en los diarios sirvió para que el viejo Andrés la reconociera y la sacara del depósito municipal donde la habían confinado hasta encontrar al dueño.

Arequipa, invierno de 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario