La luz de la tarde se amontona hacia el horizonte en
un caos anaranjado y celeste. Al lado de los puestos de sánguches aparecen
ahora pequeñas parrillas con caparinas y anticuchos. Algunos comensales estaban
ya borrachos y se notaban sus ganas de regresar a la fiesta. Del interior del
local venía la voz del animador que presentaba al siguiente grupo musical.
Julio, desde su taxi cuadrado al otro lado de la
calle, veía cómo ingresaban al complejo algunos conocidos suyos. Estaba de
malas, había correteado mucho para pocos servicios. Sabía que su mala suerte
comenzó por la mañana, cuando salió al patio a lavar su ropa y una de las
gallinas de su cuñado imitaba, aleteando, el canto del gallo.
Raras veces trabajaba los domingos. A mediodía,
luego de limpiar el salón de su taxi, se sorprendió convenciéndose a sí mismo
de que las fiestas del barrio vecino serían buena ocasión. Además, no habría
nadie en casa y no pensaba quedarse solo con esa gallina cantando en el patio.
Tras buen rato sentado se apeó convencido de que era
mejor llamar a Olguita para dar una vuelta que quedarse allí rumiando su mala
racha. Y en eso estaba cuando sintió abrir una de las puertas de su auto: un
tipo agarrado y doña Sonia ayudaban a subir a Raúl, que balbuceaba de dolor.
Una vez que lo acomodaron, la señora fue a sentarse en el lugar del copiloto.
–¡Al hospital, al hospital! –repitió, mientras que
el corpulento rodeó el auto velozmente para entrar por la otra puerta trasera.
Julio conocía a Raúl por las pichangas, al otro tipo,
más bien, nunca lo había visto. Cuando arrancó, pudo ver por el retrovisor que
en la puerta del local dos hombres contenían a una mujer que gritaba
enloquecida el nombre del herido. Raúl, tratando de mirar para atrás, gruñó
algo que el taxista no pudo distinguir. Recién entonces se dio cuenta de que aquel
estaba sangrando. “A esos tonos siempre entran maleados, pero este flaco
nunca se mete con nadie”, pensó.
–Compa, parece que te gustara el golpe –le dijo el
otro en tanto que desplegaba el brazo por encima de sus hombros para evitar que
voltee.
–Sí, sí Raulito deja ya, y apriétate fuerte. Marco,
que se apriete fuerte.
El taxista miró las manos de Raúl intentando
contener el borbollón de sangre, el tal Marco lo recostó un poco sobre sí y le
forzó la mano para que se presionara la herida. Oiga, por favor, que no me
manche el asiento, dijo.
Raúl no paraba de quejarse. Ya olvídate de esa loca,
le repetía su amigo. El taxista recordó haberlo visto muchas veces discutiendo
con su mujer. La última fue el viernes en la pichanga. Ella apareció justo
después de que el equipo de Raúl ganara una de las semifinales, se quedó cerca
a la entrada mirándolo con los brazos cruzados, el Flaco se le acercó y juntos
fueron a un costado de la cancha. Raúl se sentó en la primera gradería y ella
de pie movía violentamente los brazos, le reclamaba por dinero, por jugar
pelota en vez de estar trabajando. El Flaco, sin levantar la mirada del suelo,
estremecía los hombros como si temiera que le caiga un pelotazo en la cara.
Luego de varios minutos, la mujer salió rauda y él se acercó a donde estaban
sentados los de su equipo que lo vacilaron por un rato.
Raúl tiraba su bola. Ese día su equipo era favorito
para llevarse las dos cajas de cerveza. En el primer partido había hecho un
buen gol: un toquecito suave al costado izquierdo del arquero. Un jugador fino
el Flaco, con poca garra pero fino como pocos. En el último partido de ese
campeonato relámpago no le salió una; igual su equipo se quedó con el premio.
Pensar que esa noche tomaron hasta muy tarde, y ahora está como está.
Las frases balbuceantes dieron paso a hondas
lamentaciones de dolor.
–No es nada, compita, tranquilo –intentaba calmarlo
su amigo.
–¡Dios santo, no te pongas así…! Vas a estar bien.
Pero también tú, pues, sobrino, cómo dejas que tu mujer te...
–No diga usted nada... Ya Raúl, olvídate, ya las
pagará –replicó Marco.
–Sí, Raulito, mejor; ahorita llegamos.
Raúl ni siquiera parecía escucharlos, tampoco
dijeron más. En el momento que el taxista tomó la avenida Jesús aceleró como
nunca, los postes de alumbrado público ya estaban encendidos, frente a él, más
allá de la ciudad, los celajes habían sido devorados por una enorme nube gris.
Las expresiones de dolor cesaron, en cambio hubo un ronquido tenue, semejante
al sonido que hacen los gallos cuando ven atravesar, alta en el cielo, la
sombra de un gallinazo. Cuando el taxi bajaba veloz por la avenida Los Incas, Julio
miró por el retrovisor: el tipo grueso miraba consternado hacia adelante, Raúl
tenía la cabeza tirada para atrás, estaba más pálido. Tomó con fuerza el
volante y sintió algo de frío, una cosa así como miedo, hizo un movimiento
rápido para poder ver para atrás:
–¡El asiento! ¡Mire el asiento! ¡Mire! ¡Mire! –gritó
mientras disminuía la velocidad para tomar la curva hacia Emergencia.