lunes, 3 de agosto de 2015

El sueño de un dios dormido. El tiempo en el último poemario de Luis Chambilla

En Sobre el espíritu universal que mueve al mundo, el poemario póstumo de Luis Chambilla, existe un aliento metafísico, una preocupación ante lo inexorable. A media voz el yo poético lucha contra el tiempo y la movilidad. Sabe que la batalla está perdida si tiene que librarla en el campo de las sensualidades. Por eso debe “abandonar en la playa [su] viejo caparazón de cangrejo muerto”. Por eso el suyo no es el imperativo “carpe diem”, sino un estoicismo místico.

Amo el instante en que el mundo ancla y se detiene
y yo me detengo en él mientras se disuelve la torpe armadura.
(Manifiesto, p. 14)

El cuerpo (la torpe armadura) solo estorbará en esta lucha contra el veloz Cronos, aliado del infalible Tánatos. No hay en Chambilla el hedonismo horaciano, ni la preocupación por el vertiginoso marchitar de la carne que sentían los poetas áuricos. No le inquieta el deleite sensual (entiéndase de los sentidos), como a Góngora cuando trata el tópico “carpe diem” en el soneto en que declara goza cuello, cabello, labio y frente. Lo suyo está más cerca de las tribulaciones metafísicas de Quevedo sobre la imbatibilidad del tiempo (que ni vuelve, ni tropieza) y su asociación con la muerte (sepultureros son las horas). Sabedor de que la existencia del tiempo es la muerte; de que, como en el cuadro de Goya, Saturno se alimenta de sus hijos, el yo poético reclama

Que se detengan los relojes y amarren por su cabellera al inquieto viento.
Que en la garganta del perro se congelen de golpe sus ásperos ladridos
y en lo alto, el vuelo de las aves sea solo un conjunto de nubecillas paralizadas.
(Manifiesto, p. 13)

Por supuesto, aquello solo se logra violentando el orden de lo conocido (que amarren…, de golpe…). Mas la muerte siempre ronda, y aunque el poeta siente que está cerca, nunca se sabe cuándo saltará sobre él, jamás se adivinará el momento en que nos segará la dama oscura, pues el hombre solo es

un saltimbanqui con los ojos cerrados sobre la cuerda floja
disfrutando su paso sonámbulo.
(Manifiesto, p. 14)

Ante este viejo problema, el poeta encuentra una solución, halla un paliativo para sus ansias. Distingue entre el tiempo físico, real, cruel e irrefrenable; y el tiempo espiritual, virtual, compasivo y maleable. Frente a aquel todo está perdido; pero en este último todavía caben esperanzas. Por eso deja que el primero consuma su cuerpo (su torpe armadura), mientras sus pensamientos, su espíritu, sus representaciones de la vida habitan el otro espacio, aquel donde, como en los aparatos de video modernos, puede hacer pausa y pedir que le pongan “música, por favor, pero música con acordes de violines” (p. 14).
Chambilla es consciente de que durante la vida del cuerpo los minutos son una sucesión apresurada; no obstante, resulta también un devenir encajado entre dos eternidades. La infinitud antes de nacer no le interesa en este poemario, es la perpetuidad después de la muerte lo que atiende. Aquí la movilidad de los elementos es más pausada. Aquí, en la infinidad del Hades, puede agrandar un

… segundo y que sea minuto, hora, eternidad; la suma de todas las edades.
(Manifiesto, p. 14)

“El sueño es hermano de la muerte”. La búsqueda de quietud solo es posible en lo onírico, pues, como sentenciara Antonio Machado, “en los sueños no hay mañana, es todo ahora”. Así declara

Dejen que desaparezca y me integre al espíritu universal que moviliza al mundo
entonces seré un átomo feliz en el sueño de un dios dormido.
(Manifiesto, p. 14)

Su cuerpo es ahora polvo astral, parte del fluido sutil e imponderable del que está hecho el cosmos. Pero que, a diferencia del barro sensitivo que fue, su tiempo es eterno, calmo, quieto; pertenece a un dios perfecto, detenido, en reposo; pues, el movimiento es cambio, imperfección, tiempo físico. A partir de esto podría aventurarse una relectura de la infinitud del universo no como un gran conjunto de átomos, sustancias físicas que pueden dividirse y que reaccionan ante la presencia de otros; sino como sustancias metafísicas indivisibles, mónadas sin partes, pero parte del todo universal.
Cuando el poeta reconoce el carácter de la magnitud devoradora de hombres, declara

Uno busca una patria para su corazón
con la conciencia de la brevedad de tiempo para ser feliz
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

y emprende el último viaje por el espacio de sus recuerdos, queriendo abarcar todo lo vivido

Nada me importa más que ir con el alma extendida a los cuatro puntos
y con los sentimientos intactos cosechar el caos de sonidos y colores
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

Su ansia de quietud lo lleva paradójicamente hacia el mar. Esta creación que nunca descansa, siempre moviéndose, es el sitio de su memoria, allí puede detener el ritmo de la vida o acelerarlo. Es frente al océano donde querrá parar la marcha de lo indetenible. Allí le asaltan figuras en movimiento: los pájaros, los peces, las olas. Allí el poeta se debate entre la movilidad y la calma

Escucho el canto de las aves migratorias que se alejan
y yo deseo que alguien me regale un par de alas o un globo aerostático
o que por encanto me arrastre el viento cuando abra la ventana
(Agosto, una mañana, p. 19)

Esas ganas de pasearse por el mundo “encaramado a un copo de algodón” (p. 19) contrastan con su deseo de reposo
Me detendré un instante, bajo el ardiente sol del mediodía
[…]
Yo amaré por siempre estos breves instantes en que yo me detengo
y el mundo se detiene a observarse conmigo
(Bajo el ardiente sol del mediodía, p. 21)
Antes de la última migración de su yo celeste, otra vez como si alguien manejara un moderno aparato de video o blandiera una herramienta de fijación, pide

Que el paisaje sea un tapiz donde descanse mi diáfano cuerpo
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

La idea de que el tiempo, al detenerse, también fija el espacio como un telón o pintura de fondo vuelve sobre él con entusiasmo

Y yo celebro la eternidad de este instante que mora en mis ojos.
Soy el milagro de un pintor desconocido.
(Paisaje nocturno, p. 24)

Al fin, ha comprendido su viaje, la migración que va de la dimensión física a la dimensión celestial, cósmica e infinita.

y como un espíritu satisfecho volverme etéreo y transparente.
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

“Si las puertas de la percepción se purificaran –dice William Blake–, todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. Con qué ingenuo y temerario designio puede uno resistirse a comprender un infinito siempre en movimiento. Luis Chambilla lo sabía muy bien, sin embargo, en su último poemario nos lleva a pensar que si infinito, entonces eternidad, y esta, finalmente, quietud; nada se mueve en lo eterno.

Cuando escribía estas sus últimas líneas, Luis Chambilla sabía que su cuerpo enfermo pronto expiraría, no podía hacer nada para contener las sepultureras horas, salvo plantear la existencia de una magnitud paralela al tiempo humano, un espacio regido por un dios dormido, en reposo, por eso eterno. Allí, en el sueño, todo está sucediendo y aun así todo está detenido. Chambilla –para decirlo desluciendo un verso de Wallace Stevens– hizo de la quietud parte de la mente, parte del significado del todo, el acceso a la perfecta comprensión de las páginas escritas, es decir, del fin de la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario