En
Sobre el espíritu universal que mueve al
mundo, el poemario póstumo de Luis Chambilla, existe un aliento metafísico,
una preocupación ante lo inexorable. A media voz el yo poético lucha contra el
tiempo y la movilidad. Sabe que la batalla está perdida si tiene que librarla
en el campo de las sensualidades. Por eso debe “abandonar en la playa [su]
viejo caparazón de cangrejo muerto”. Por eso el suyo no es el imperativo “carpe
diem”, sino un estoicismo místico.
Amo el instante en que el mundo
ancla y se detiene
y yo me detengo en él mientras se
disuelve la torpe armadura.
(Manifiesto,
p. 14)
El
cuerpo (la torpe armadura) solo estorbará en esta lucha contra el veloz Cronos,
aliado del infalible Tánatos. No hay en Chambilla el hedonismo horaciano, ni la
preocupación por el vertiginoso marchitar de la carne que sentían los poetas
áuricos. No le inquieta el deleite sensual (entiéndase de los sentidos), como a
Góngora cuando trata el tópico “carpe diem” en el soneto en que declara goza cuello, cabello, labio y frente. Lo
suyo está más cerca de las tribulaciones metafísicas de Quevedo sobre la
imbatibilidad del tiempo (que ni vuelve,
ni tropieza) y su asociación con la muerte (sepultureros son las horas). Sabedor de que la existencia del
tiempo es la muerte; de que, como en el cuadro de Goya, Saturno se alimenta de
sus hijos, el yo poético reclama
Que se detengan los relojes y
amarren por su cabellera al inquieto viento.
Que en la garganta del perro se
congelen de golpe sus ásperos ladridos
y en lo alto, el vuelo de las
aves sea solo un conjunto de nubecillas paralizadas.
(Manifiesto,
p. 13)
Por
supuesto, aquello solo se logra violentando el orden de lo conocido (que amarren…, de golpe…). Mas la muerte siempre ronda, y aunque el poeta siente
que está cerca, nunca se sabe cuándo saltará sobre él, jamás se adivinará el
momento en que nos segará la dama oscura, pues el hombre solo es
un saltimbanqui con los ojos
cerrados sobre la cuerda floja
disfrutando su paso sonámbulo.
(Manifiesto,
p. 14)

Chambilla
es consciente de que durante la vida del cuerpo los minutos son una sucesión
apresurada; no obstante, resulta también un devenir encajado entre dos
eternidades. La infinitud antes de nacer no le interesa en este poemario, es la
perpetuidad después de la muerte lo que atiende. Aquí la movilidad de los
elementos es más pausada. Aquí, en la infinidad del Hades, puede agrandar un
… segundo y que sea minuto, hora,
eternidad; la suma de todas las edades.
(Manifiesto,
p. 14)
“El
sueño es hermano de la muerte”. La búsqueda de quietud solo es posible en lo
onírico, pues, como sentenciara Antonio Machado, “en los sueños no hay mañana,
es todo ahora”. Así declara
Dejen que desaparezca y me
integre al espíritu universal que moviliza al mundo
entonces seré un átomo feliz en
el sueño de un dios dormido.
(Manifiesto,
p. 14)
Su
cuerpo es ahora polvo astral, parte del fluido sutil e imponderable del que
está hecho el cosmos. Pero que, a diferencia del barro sensitivo que fue, su
tiempo es eterno, calmo, quieto; pertenece a un dios perfecto, detenido, en
reposo; pues, el movimiento es cambio, imperfección, tiempo físico. A partir de
esto podría aventurarse una relectura de la infinitud del universo no como un
gran conjunto de átomos, sustancias físicas que pueden dividirse y que
reaccionan ante la presencia de otros; sino como sustancias metafísicas
indivisibles, mónadas sin partes, pero parte del todo universal.
Cuando
el poeta reconoce el carácter de la magnitud devoradora de hombres, declara
Uno busca una patria para su
corazón
con la conciencia de la brevedad
de tiempo para ser feliz
(Sobre el
tiempo para la felicidad, p. 22)
y
emprende el último viaje por el espacio de sus recuerdos, queriendo abarcar
todo lo vivido
Nada me importa más que ir con el
alma extendida a los cuatro puntos
y con los sentimientos intactos
cosechar el caos de sonidos y colores
(Sobre el
tiempo para la felicidad, p. 22)
Su
ansia de quietud lo lleva paradójicamente hacia el mar. Esta creación que nunca
descansa, siempre moviéndose, es el sitio de su memoria, allí puede detener el
ritmo de la vida o acelerarlo. Es frente al océano donde querrá parar la marcha
de lo indetenible. Allí le asaltan figuras en movimiento: los pájaros, los
peces, las olas. Allí el poeta se debate entre la movilidad y la calma
Escucho el canto de las aves
migratorias que se alejan
y yo deseo que alguien me regale
un par de alas o un globo aerostático
o que por encanto me arrastre el
viento cuando abra la ventana
(Agosto, una
mañana, p. 19)
Esas
ganas de pasearse por el mundo “encaramado a un copo de algodón” (p. 19)
contrastan con su deseo de reposo
Me detendré un instante, bajo el
ardiente sol del mediodía
[…]
Yo amaré por siempre estos breves
instantes en que yo me detengo
y el mundo se detiene a
observarse conmigo
(Bajo el
ardiente sol del mediodía, p. 21)
Antes
de la última migración de su yo celeste, otra vez como si alguien manejara un
moderno aparato de video o blandiera una herramienta de fijación, pide
Que el paisaje sea un tapiz donde
descanse mi diáfano cuerpo
(Sobre el tiempo
para la felicidad, p. 22)
La
idea de que el tiempo, al detenerse, también fija el espacio como un telón o
pintura de fondo vuelve sobre él con entusiasmo
Y yo celebro la eternidad de este
instante que mora en mis ojos.
Soy el milagro de un pintor desconocido.
(Paisaje
nocturno, p. 24)
Al
fin, ha comprendido su viaje, la migración que va de la dimensión física a la
dimensión celestial, cósmica e infinita.
y como un espíritu satisfecho
volverme etéreo y transparente.
(Sobre el
tiempo para la felicidad, p. 22)
“Si
las puertas de la percepción se purificaran –dice William Blake–, todo se le
aparecería al hombre como es, infinito”. Con qué ingenuo y temerario designio
puede uno resistirse a comprender un infinito siempre en movimiento. Luis
Chambilla lo sabía muy bien, sin embargo, en su último poemario nos lleva a
pensar que si infinito, entonces eternidad, y esta, finalmente, quietud; nada
se mueve en lo eterno.
Cuando escribía estas sus últimas líneas, Luis Chambilla sabía que su cuerpo enfermo pronto expiraría, no podía
hacer nada para contener las sepultureras horas, salvo plantear la existencia
de una magnitud paralela al tiempo humano, un espacio regido por un dios
dormido, en reposo, por eso eterno. Allí, en el sueño, todo está sucediendo y
aun así todo está detenido. Chambilla –para decirlo desluciendo un verso de
Wallace Stevens– hizo de la quietud parte de la mente, parte del significado
del todo, el acceso a la perfecta comprensión de las páginas escritas, es
decir, del fin de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario