lunes, 22 de junio de 2015

La alcancía de doña Macrovia

Cada vez asisto menos a presentaciones de libros (si un libro es un mundo, a mí me gustaría descubrirlo, no que me lo presenten). Dicen que uno debe elegir sus lecturas como escoge a sus amigos; yo tengo varios libros a los que solo me los han presentado.
Con tantos jóvenes ingenios escribiendo, Arequipa debiera ser la ciudad con más agudeza literaria, pero literal y literariamente no tiene nada de aguda, porque está grave.
He oído decir en cada uno de esos eventos cómo el libro presentado ha innovado la literatura “local, nacional y, por qué no, mundial”. Son tantos los que pasan por innovadores, revolucionarios y vanguardistas que lo más atrevido es no ser revolucionario. En su afán de superar todas las vanguardias, los escritores locales se olvidan de echarle una miradita a la tradición.
Don Mariano A. Cateriano.
Mariano Ambrosio Cateriano, el más nombrado de los tradicionalistas locales, publicó en 1881 Tradiciones arequipeñas o recuerdos de antaño. A pesar de que sus críticos han destacado sus trabajos historiográficos, ese conjunto de narraciones constituye lo más interesante y original de su obra.
Uno de los relatos de aquel libro titula La alcancía de Doña Macrovia, y no solo es una demostración de que Cateriano hizo correr la pluma con donaire, sino que es también en nuestro medio el antecedente más remoto de una “moda vanguardista”. Juego tipográfico o caligramas narrativos, llámenle como prefieran, el hecho es que ciertos narradores y ensayistas locales que actualmente lo practican sostienen la vana presunción de ser innovadores, como si eso solo bastara para crear un texto literario.

Al inicio del relato, Cateriano intenta describir a la protagonista sin seguir el orden de los renglones, colocando por aquí y por allá las palabras y situando mayúsculas, paréntesis, cursivas y llaves a capricho, todo para demostrar que doña Macrovia de Colmenares y Escobedo era “tan exótica como la ortografía con que va escrito este preludio”.
En realidad, los juegos tipográficos no son exclusivos de esa tradición, también aparecen en otras de Cateriano, pero es en La alcancía de doña Macrovia donde es más arriesgado.
Los acérrimos seguidores de esta moda (actual y vanguardista, recordemos) recibirían con un signo de interrogación dibujado en su rostro la noticia de que ya muy entrado el siglo veinte, Alfredo Arispe, otro narrador paisano nuestro, también aplicó este tipo de recursos, en su cuento Alma de Pólvora, por ejemplo.
Hasta aquí podríamos alegar que esos caligramas son desusados en el siglo XIX (digamos un fecha, 1881) y por entonces podían tildarse de original e innovador. Todavía pasado media centuria, cuando a las estudiantes de mecanografía les encargaban dibujitos en Olivetti, al estilo del Poema en forma de pájaro de Jorge Eduardo Eielson, podía favorecerse a los versos destinados a producir un efecto plástico con la etiqueta de vanguardista; sin embargo, en los tiempos que corren, con tantos programas de computación y ventajas tecnológicas, no le encuentro adjetivos tan encomiásticos.
Recordemos que primero esta moda invadió hace algunos años a unos aspirantes a poetas, mas no pasó mucho para que los narradores se vieran contagiados y ahora se ha extendido vorazmente entre los cultores de todos los géneros, quienes se dejan enviciar por la vana y solitaria idea de ser intrépidos creadores.
Imagen de la edición de 1881 del libro de Cateriano.
No sé qué emoticono inspirará su rostro cuando estos “vanguardistas” recuerden lo que anotó Michael de Montaigne hace más de cuatro siglos, mientras rememoraba los enormes poemas en forma de alas y hachas que hacían los griegos antiguos: “Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre” (Ensayos de Montaigne, Libro I, Capítulo LIV).
Un cuento o un ensayo no son “geniales” por algo tan primario como un efecto plástico. La literatura, el arte en general, no debe ser reducida al solo placer estético –como piensan los posmodernos frívolos–, sino debe haber también un sentido ético. Por eso, cuidado con la doñamacrovialización de la literatura, no vaya a ser que, como la protagonista de la tradición de Cateriano, nos convirtamos en testigos de un crimen y decidamos cerrar la puerta y apagar la vela.



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