Je ne vais pas toujours seul au fond de moi-même
[Yo no voy siempre solo al fondo de mí mismo]
Jules Supervielle
I
Cuando desperté no había dos cabezas cercenadas en mi
cuarto, como en una novela de Mailer, pero sí tenía una herida latiendo en la
mano. Me bañé, restregué bien los codos, el pecho y el cuello. Me puse la ropa
más limpia. Corté una media blanca y me envolví la izquierda. La gente suele tenerle
miedo a las personas grandes y morenas como yo, es más evidente cuando lleva
uno la mano vendada a la altura del pecho, mostrándola como una herida de
batalla. Lo primero que hice en la calle fue llamar al Cholo. Cuando te saqué
de mi casa, te fuiste tranquilo, me dijo. No había otra que regresar a las
partes del Callao que recordaba. Deseaba saber por qué tenía un corte y mi ropa
había quedado rasgada y llena de sangre. En Bellavista, frente al club de tiro,
me asaltó el primer recuerdo. Me vi apoyando la derecha en la pared mientras
regaba el mural del Cantante. Luego me recordé saltando el parapeto a la orilla
de la mar brava, escondiéndome no sé de qué. Caminé por la avenida Guardia
Chalaca sin dejar de forzar mi memoria. En la esquina donde doblan las combis
que van a La Perla compré una botella de agua. La muchacha de la tienda me
quedó mirando tras darme el vuelto. Quizá anoche vine y le coqueteé o quizá le
dije algo grosero. Vestía una cafarena negra ajustada, sus senos, enormes y
redondos, merecen una metáfora, una obscena que los compare con frutas dulces y
blandas. Otro recuerdo, una mujer gritando. Una mujer guapa gritándome. Qué
será.
Fui hasta el mar, por la costanera pasaban muchos autos a
velocidad, seguro que anoche no hubo tantos. Del otro lado de la pista, más
allá del parapeto, rompían las olas, pequeñas y sucias. No hay arena, millones
de guijarros son lamidos por unas aguas plomas. Con la mano herida me puse un
cigarro en la boca, con la otra acerqué el encendedor. Al fondo, desde el
horizonte, se eleva una gran masa de vapor, parece una ola gigante decidida a
tragarse el continente. Por qué me había escondido. Seguí con la mirada las
ondulaciones de la orilla hasta topar con el cadáver de un pelícano, por las
costillas se veía su interior podrido. El pico paleozoico me hizo recordar cómo
fue hecha la herida. Un tipo bajó de su auto y me quiso despanzurrar con un
cuchillo. Yo lo contuve y con la derecha le di un golpe en el rostro, cayó y lo
pateé. Por qué. Allí estaba la mujer, también salió del coche. Me gritaba. Yo
corrí media cuadra hasta la esquina y volteé a ver. Seguía gritándome. El
hombre ya se incorporaba.
Lancé una colilla hacia el mar, no llegó, la vi apagarse
entre las piedras húmedas. Caminé junto al muro de contención en sentido
contrario al tráfico. Por aquí no estuve ayer. Fue más atrás. Giré, y los autos
adelantándome a velocidad me trajeron otra imagen. Corría desesperado. Mucho
como para huir de una mujer histérica. Corría. Corría fuerte. Luego sentí el
claxon detrás de mí antes de llegar al parapeto y saltarlo. Ahí estuve, con la
espalda pegaba a la pared, viendo un mar oscuro frente a mí, hasta que sentí
frío y saqué la cabeza para ver si ya había pasado todo. Pero qué.
El Cholo me sacó de su casa porque me puse faltoso con su
mujer y su hija, como cada vez que me emborracho. Vino hacia donde yo estaba sentado, me agarró del cogote y me
dijo que era hora de irme. Soy más fuerte y alto que él, pero no es bueno
meterse con el Cholo. Cerró la puerta de su casa y yo caminé buscando un
cigarro entre mis bolsillos. No tenía ninguno. Fui hasta la avenida, vi la
tienda abierta y entré por unos. La muchacha de la cafarena estaba
pintarrajeada como prostituta. Luego de que me diera la cajetilla a través de
la reja, le pregunté cuánto cobraba. Igual que tu vieja, maricón, me respondió.
Abrí la cajetilla frente a ella, me eché un cigarro a la boca, saqué el
encendedor, puse en cuenco la mano para que el viento no mueva la llama y
aspiré hondo. La muchacha me miraba desafiante. Eres una mujerzuela barata, le
dije y me fui. Cuando al girar expulsé el humo, me sentía guapo, machito.
Caminé siguiendo la avenida hacia La Perla, no iba a casa.
Después me metí por una calle oscura. No sé cuál. Allí estaba el auto estacionado. Al pasar
junto a él noté a la pareja. Me acerqué al vidrio y miré que se besaban, la
mujer le agarraba la entrepierna al del volante. Golpeé la ventana y grité
¡Puta! Empecé a reírme fuerte. Antes de seguir mi camino balanceé la carrocería
del auto empujándola desde el techo. Para mí era gracioso. El tipo salió con su
juguetito filudo. Le pegué y me fui corriendo. Desde la esquina le volví a
gritar a la histérica. Ya no los vi porque tomé la otra calle. A dos cuadras,
mientras sacudía y empuñaba la mano herida, me encontré con lo que después me
haría huir. Como suelen decir, me topé cara a cara con mi destino.
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Esbozo de la primera ilustración de La pequeña muerte |
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Página de El Pueblo en la que apareció este fragmento de La pequeña muerte. |
*Fragmento de una novelita inédita publicado el 2 de agosto de 2016 en el diario arequipeño El Pueblo.
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