domingo, 2 de octubre de 2016

Accidente


Antes de irme, me quedé un rato viendo los eucaliptos, débiles rayos de sol traspasaban su ramaje. Detrás de ellos, el cielo se hundía encarnado sobre el horizonte. Leí por última vez las tres líneas de su vida grabadas en el mármol. “Amado hijo” era una frase que resonó dentro de mí como en una habitación vacía. Quise rezar, pero la única oración que me acordaba no parecía hecha para estos momentos.

Un viento frío movía los altos árboles y esparcía su aroma por el campo. Eché a andar bajo su sombra hasta alcanzar la vereda empedrada, entonces los aspersores del jardín comenzaron a funcionar. Me detuve a ver los pequeños arcoíris que formaban las partículas de agua suspendidas en el aire. Otras, diminutas, eran lanzadas por el viento contra mi rostro y me provocaban la sensación que crea el paso de la sangre hacia un músculo adormecido.

Continué andando. No dejaba de pensar en el avioncito azul que colocaron junto a las flores. Seguramente quería ser piloto. Aunque los niños olvidan pronto lo que sueñan ser. Recuerdo que yo quería ser profesor. Mi padre me había regalado una pizarrita acrílica en la cual le enseñaba los números y las letras a Nury. Ahora ella estudia Arquitectura y yo terminé siendo abogado. También hubo un tiempo en que quise ser músico, fue hasta antes de salir del colegio. Una tarde, cuando solo faltaban semanas para la clausura escolar, mi padre se sentó a hablar conmigo, como él dijo, de hombre a hombre. Después de esa conversación abracé cada vez menos la guitarra y me dediqué más a los libros preuniversitarios.

En el lindero opuesto al de los eucaliptos hay un muro bajo que permite ver el primer piso de las casas aledañas. Nunca antes había venido por esta parte de Arequipa, leí en el diario que el entierro sería en este lugar. Desde laderas como esta, el panorama de la ciudad se mira caótico y mudo. 

Esta es una de las pocas veces que salgo del cercado de Arequipa. Mi trabajo y mi casa quedan allí. Llevo más de un año en el bufete Rodríguez, el doctor siempre se ha mostrado satisfecho con mi trabajo. Cuando no almuerzo en casa, me invita a una de las picanterías de la plaza España. Luego de unas cervezas, y como para que me sienta orgulloso, me repite que lo vea como un padre. Creo que en cierta manera confía en mí. Ayer domingo, el doctor me llamó al celular y dijo que me “apersonara” a la comisaría de Palacio Viejo. El señor Juan Carlos Iriarte, hijo de un cliente, había chocado en su auto, él no podía ir porque estaba en medio de un “asuntito”. No te hagas líos, dijo antes de colgar, solo es para meter presión.
Cuando llegué a la comisaría, el señor Flórez daba su declaración sobre el accidente. A su costado había una mujer que no dejaba de sobarse la muñeca derecha; en comparación a Flórez, parecía malhumorada. Iriarte estaba sentado al fondo de la oficina; sus ojos, detrás de unos pequeños e impecables lentes de medida, me observaron fijamente hasta que le extendí la mano. Vengo de parte del doctor Rodríguez, dije. Me miró un segundo y luego hizo una mueca cerrando los ojos como si de pronto el vuelo de una mosca lo hubiera rozado.
Mientras Iriarte me contaba lo sucedido con una voz que apenas oía, sonó un celular. La mujer que acompañaba a Flórez buscó entre su cartera, utilizaba solo la izquierda, en tanto que mantenía la otra en el aire. Daba la impresión de que la tenía un poco hinchada.
–¿Quién es ella?, pregunté a Iriarte.
–La hermana –respondió–. La esposa está con el niño en el hospital.
La vimos contestar el teléfono y cuando iba a preguntarle a Iriarte por la edad del niño, la oímos llorar. ¿Qué dices?... No... ¿Cómo puede ser?... No...

Flórez volteó hacia ella y se puso de pie de un salto. ¿Qué pasa? ¿Qué?... ¡Miguelito!... Flórez le arrebató el celular. ¿Qué pasa?, volvió a gritar, ¿qué dices?, luego se calló un instante, volvió a sentarse, esta vez de manera brusca, puso un codo sobre el escritorio que estaba cerca y con la mano se sostuvo la frente, mientras con la otra mantenía el teléfono a la altura del oído. Lloraba.

La mujer, que por un momento tuvo las manos en cuenco tapando parte de su rostro, acometió de repente sobre nosotros. ¡Asesino! ¡Es el asesino! ¡Asesino maldito! Un policía intentó contenerla, pero ella lo esquivó. Venía contra Iriarte. Sentí que mi corazón se agrandaba y aceleraba. Sin embargo, el policía la alcanzó y pudo, finalmente, contenerla, aunque no dejó de gritar y luchar hasta que la sacaron del lugar.

Hoy llegué tarde a trabajar, me excusé diciendo que los lunes son siempre pesados para levantarse. Al mediodía, el doctor Rodríguez me llamó a su despacho para preguntarme sobre lo sucedido. Está bien, muchacho –dijo quitándose un peso de encima–. No había que hacer más.

Después del almuerzo no tenía ánimos de regresar al trabajo, le pedí a mi madre que me disculpara por teléfono. Acaso no sabes cuántos desean estar en tu lugar, recriminó. Le rogué que por favor lo hiciera y me fui al cuarto. Estaba encaramado sobre una silla, intentando bajar mi guitarra de encima del ropero cuando, de pronto, entró mi padre. Por voltear a verlo, la silla tambaleó y tuve que saltar con torpeza. Caí inclinado delante de él. ¿Cómo es eso de que no irás al trabajo? Ya incorporado, lo vi en silencio por un segundo, luego agaché la mirada y le dije con una voz que me salió suave: Sí voy a ir.

Ya no podía quedarme en casa. Salí diciendo que iría a la oficina. Fue entonces cuando decidí venir hasta aquí. Pero al llegar no tuve el valor para acercarme, la idea de encontrar a aquella mujer me desalentaba. Se oía que algunos entonaban una canción cristiana. Solo de vez en cuando el ruido de un automóvil a velocidad cortaba el espacio y silenciaba las voces del ruedo. Desde mi lugar veía cómo trataban de reanimar a la madre. El señor Flórez lloraba abrazado de un hombre muy parecido a él. Unos niños uniformados correteaban junto a los eucaliptos.

Mientras el círculo de gente se disipaba, alcancé a ver a dos hombres colocando las últimas coronas. Luego de que todos se marcharan, me acerqué. Entonces vi, en medio de las coronas de flores, el avioncito azul. Sentí un dolor frío en las articulaciones de los dedos cuando rocé la placa con su nombre para persignarme. La tarde aún es clara, desde aquí puede verse la pendiente atiborrada de casas bajando suavemente hacia el centro de la ciudad, hacia donde debe estar el río. Al otro margen, las casas vuelven a elevarse hasta las lomas del sur. En la parte alta del volcán, donde se nota un poco de nieve, los últimos rayos del sol enrojecen. Acaba de cruzar un panteonero con una radio de bolsillo en la que suenan los acordes de un huaino delgadísimo y triste. Siento latir mi pequeño corazón. Todavía no puedo volver a casa… y creo que mañana no iré a trabajar.

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