martes, 28 de mayo de 2013

Qué importan los libros

No sé cuánto tiempo he estado regresando a libros que ya leí. Todas las mañanas, después de dictar una hora de clase, iba a la Biblioteca Regional MVLL a leer, o sacaba una novela de la mochila y me sentaba en el parque San Francisco. A veces reía tanto que varias miradas reclamaban mi vergüenza.



"y, como no pudo ser de otra manera, volvió a llover...".


 Cuando terminé de releer La Iliada, me animé a separar mis partes favoritas. Me gustó mucho la aristía de Diomedes (el cine y la literatura han sido indiferentes con este héroe). Estuve en vilo muchas veces, una de las partes que me capturó hasta la inmersión fue la Dolonía, cuando el divino Ulises y Diomedes, igual que un dios, incursionan en el campamento troyano y roban los hermosos caballos tracios. Me conmoví cuando Tetis consuela a su hijo Aquiles llamándolo por todos sus nombres, nada más íntimo, nada tan maternal como eso.

 Las lluvias aparecieron con fuerza y todas las noches volvía a casa empapado hasta las pestañas, pero otra vez, a la mañana siguiente, secaba con la plancha el pantalón, sacudía las zapatillas y regresaba a la biblioteca. Un par de amigos todavía me llaman, significa que uso mi celular una vez cada tres o cuatro días, por eso está en modo silencio, no lo apago por ese esperar lo inesperado.

 Había acabado con Píndaro, también con la “santa Safo, de trenzas de violeta y sonrisa de miel”. A la par releía algunas novelas negras y, por las noches, a solas en mi cuarto de alquiler, deseaba tempestuosamente llenarme el pecho de whisky, como Marlowe. Pero terminaba jugando ajedrez con la computadora o perdiéndome en los anuncios tontos del Facebook (en oportunidades también hago anuncios similares). Luego, apagaba la luz, me recostaba y llenaba el corto espacio de la habitación con mi dosis diaria de Javier Solís, como aconseja el buen Víctor Hurtado.

 Hubo veces en las que me encontraba con antiguos compañeros, les hablaba un rato, quería decirles para ir a tomar un café, un trago o solo sentarnos a conversar en algún lado; sin embargo, se veían muy ocupados, muchas veces se iban apretando el paso. Un día perdí las llaves y la billetera, no puedo encontrar una mejor imagen para mi vida que la de estar regresando a pie a un lugar al que no podré entrar.

 Retorné por tercera vez a La mujer zurda, de Peter Handke, donde se muestran profundos sentimientos sin cansarnos con sus definiciones, sin decir qué o que se siente. Luego, volví a tropezar con Caballería roja, de Isaak Bábel, y de pronto me rodearon ciudades arrasadas, gentes desconfiadas y hoscas, y una desolada violencia rebotaba contra mis recuerdos.

 Tengo un primo que trabaja en un cine, suele darme entradas a menor precio o gratis. Voy a las últimas funciones a ver cualquier película, nunca un fin de semana. Me gusta sentarme en la primera fila, pocos se sientan en la primera fila. A veces me caen palomitas en la cabeza, pero no hago caso. A la una de la madrugada me encuentro con mi primo y me lleva a la sala de proyección, me explica el esqueleto de la máquina y la manera como enhebrar la cinta. Qué sencillo me parece, yo podría trabajar haciendo lo mismo.

 Cierta mañana, las lluvias habían dejado unos días soleados, releí los cuentos de Valdelomar; prefiero los criollos, de cadenciosa nostalgia. En “El vuelo de los cóndores” una hermosa figura casi me desborda: cuando Orquídea, la niña trapecista, se despide desde el bote con un blanco pañuelo como ala rota. Aquella misma tarde me topé con Los placeres prohibidos, de Luis Cernuda. Yo, que estaba huyendo de las lecturas de amor, quedé devastado con aquellas páginas de sensual fracaso. No importa a quién se lo dedicara, importa quién acechaba mi mente cuando lo leía a media voz.

 Entonces salí a la calle, me senté en las gradas de la iglesia San Francisco y, como no pudo ser de otra manera, volvió a llover, pero esta vez con más piedad. Hundí la cabeza entre las rodillas y me reí, pues acababa de decidir que dejaría los libros, como quien decide dejar un vicio en el que siempre recae. Me puse de pie y eché a andar, luego de dos pasos, palpé mi bolsillo y las llaves tintinearon felizmente.

1 comentario:

  1. Estupendo. Una de las mejores prosas de Arequipa al fin tiene su blog. No podíamos seguir perdiéndonos el gusto de leerlo; eso era demasiado en tiempos de tanta indigencia gramatical. Saludo muy emocionado el nacimiento de este espacio, que es todo un lujo del buen pensar y del buen decir.

    José Manuel Coaguila

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