viernes, 28 de junio de 2013

Mal olor

Unas cuadras antes de llegar, mientras el taxi se detuvo por el tráfico, recién dijo algo:
–No es necesario que vayamos. Además, yo nunca lo conocí.
–Álex, ya conversamos sobre eso –traté de ser amorosa.
Lo miré asentir, luego volteó hacia la ventanilla y con gesto de fastidio preguntó:
–¿Por qué huele así?
–Es el terminal pesquero –señalé.
En ese momento el auto gruñó al tomar la curva que desemboca en la Av. Alcides Carrión. Le dije al chofer que se detuviera un momento, pero apenas se estacionó dijo "son tres soles señora".
–Un rato, por favor –arreglé la corbata de Álex, le acaricié el mentón y le dije que era un muchacho guapo.
–Mejor bajemos –dijo.
–Está bien –total, solo estábamos a una cuadra.
Le puse mala cara al taxista y le extendí tres monedas. Al descender, observamos frente al lugar donde íbamos a una joven que intentaba parar un taxi. Tendría un par de años más que Álex. Caminamos hacia allí, él caminaba despacio. El sol nos daba directamente al rostro, eran casi las once de la mañana, a esa hora el sol de Arequipa es insoportable. Unas pequeñas gotas de sudor brillaban en su frente, saqué un poco de papel higiénico de la cartera y se lo di.
–Huele feo, ¿verdad? –dijo.
–Sí, así huele siempre.
En la puerta del lugar había una corona de flores y a su costado, un trípode que sostenía un cartelito donde estaba escrito un nombre largo. Álex se detuvo a leerlo. Antes de continuar hizo un gesto que me recordó mucho a su padre.
En la entrada hay un par de asientos y una mesita con un florero. Es un hall que hacia la derecha comunica a un amplio salón rodeado de muebles, y por el otro lado con una sala pequeña, también rodeada de asientos. Ingresamos a la derecha, saludamos a media voz a las personas que estaban cerca y atravesamos el salón para sentarnos en un mueble vacío. Contra lo que pensé, había poca gente. Nadie que conozca.
Al fondo estaba el féretro, lo rodeaban cuatro lámparas y algunas coronas florales. Un mozo nos ofreció café, yo tomé uno de la bandeja, Álex no quiso. Poco a poco se fueron llenando los asientos vacíos, pero no reconocía a nadie. Frente a nosotros, del otro lado del salón, una señora de edad se acercó al mozo, quien luego de asentir, salió apurado. Al rato volvió con un tubo de ambientador y lo roció por todo el salón.
–¿Álex, cariño, no quieres verlo?
–Dijiste que no me lo pedirías.
–No te lo estoy pidiendo, solo te he consultado.
–Pues no, no quiero.
El lugar ya se miraba repleto, un tipo gordo estaba junto a Álex. La gente iba mucho al baño, y los que permanecían sentados se llevaban la mano a la nariz dándose aire. Todos parecían conversar del mismo tema. El mozo encendió una barita de incienso pero la situación no cambió. Álex no podía acomodarse en el asiento y bufaba a cada rato.
En ese momento llegaron la esposa y las hijas. El nombre de la mayor es Antonella, la otra debe ser menor que Álex, no me había enterado que tuvo otra hija. Fueron a sentarse en un mueble del fondo. La niña lloraba en el hombro de su mamá, Antonella triste acariciaba la madera del ataúd. La señora no me había visto, hasta ahora no sabía cómo iba a reaccionar.
“¡Por qué papá, papito por qué!” Antonella perdió la compostura y lloraba. Se aferró de tal manera al cajón que lo hizo tambalear, la niña también largó el llanto. Dos mujeres intentaron apartar a la muchacha: ¡Por qué papá! ¡No, papito no! En ese momento, Álex se paró, intenté cogerlo pero tiró el codo con fuerza, salió corriendo y en la puerta tropezó con el mozo haciéndole caer las tazas que traía en la bandeja. Fui detrás de él sin mirar para ningún lado. ¡Álex! ¡Álex! Por la avenida pasaban autos a mucha velocidad, llegué a verlo cruzar hasta la berma central donde no pudo más y se agachó a vomitar.
Adentro se había formado un barullo y algunas personas habían salido tras de mí. Volteé para ver quiénes eran, no estaba la señora pero alguien pareció reconocerme. No dije nada, esperé a que hubiera pocos y crucé la pista. Le alcancé papel higiénico y sobándole la espalda le dije: Está bien, ya está bien, tranquilo, vámonos.

jueves, 27 de junio de 2013

El buen nombre

Hay nombres como el de Jon Dahl Tomasson que revelan a la primera el oficio de su portador. Lo escuchas y de inmediato piensas en un delantero danés. Lo mismo, Bill Gates solo puede llamarse un multimillonario. Y Scott Fitzgerald no puede ser otra cosa que el nombre de un escritor. Este razonamiento que sonrojaría a los más entusiastas defensores del determinismo lingüístico me recuerda a un amigo aspirante a poeta. Hace unos años, este compañero mío buscaba, lleno de prejuicios, un seudónimo que calzara a la perfección con el oficio de escritor y que le abra las puertas del éxito literario. Gracias a los dioses, las musas no se dejan engañar con facilidad. A pesar de que ocultó su verdadero nombre con media docena de apelativos, mi amigo nunca pudo escribir poesía, mas aún sigue siendo poeta.

No sé qué deseaban ser los otros dos implicados en aquel razonamiento artero, pero Scott Fitzgerald primero quiso ser estrella del fútbol americano; sin embargo, al parecer su nombre no daba para este deporte ni para héroe de guerra, pues cuando a los veinte años se enroló en el ejército estadounidense, tras abandonar la universidad de Princeton, no logró embarcarse a Europa y no pudo participar en la Primera Guerra Mundial. Lo que sí pudo hacer durante su servicio militar es corregir su primera novela, A este lado del paraíso, y parece que las conexiones astrales lingüísticas de su apellido lo destinaban irremediablemente a ser un buen escritor.

El éxito comercial que obtuvo con ese libro le otorgó el suficiente dinero y confianza para proponerle matrimonio a Zelda Sayre, una hermosa muchacha mimada por los altos círculos sociales de Montgomery, Alabama. Si Scott Fitzgerald era un nombre que podía lucirse en los clubes privados y en las grandes fiestas de ricos y famosos, Zelda Fitzgerald no lo era menos. Tal vez por eso, sin saber que obedecían al designio de la eufonía de sus apellidos, la nueva pareja adoptó un modo de vida de lujo y extravagancia. Vocación que los llevaría a vivir por temporadas en Nueva York, París y Hollywood. Sus gastos requerían más de lo que el éxito de una novela podía pagar y, aunque el escritor insistió con otras más (Hermosos y malditos, El gran Gatsby y Suave es la noche), fue gracias a la publicación periódica de cuentos en las principales revistas de la época que logró sustentar su modo de vida.

Francis y Zelda

Scott Fitzgerald comprobó, entonces, que su nombre servía para afamado y bien remunerado escritor de cuentos; no obstante, esa actitud no les agradaba a muchos colegas, especialmente a genios de la literatura como Ernest Hemingway. Para el autor de Por quién doblan las campanas, Fitzgerald desperdiciaba su talento publicando relatos frívolos; no así para otros genios como William Faulkner y Raymond Chandler, quienes admiraban su talento de cuentista. Lo cierto es que, mientras sazonaba con algo de sí a personajes memorables como Amory Blaine, Anthony Patch y el propio Gatsby, Fitzgerald iba describiendo una época. Soslayó de la manera que solo un genio puede hacerlo el mayor lugar común de la alta literatura de aquellos tiempos: el realismo social. Aun así logró representar –no sin camuflado tono moralizante– la falaz época de prosperidad norteamericana de la década del veinte del siglo pasado.

Nada hacía presagiar que su hermosa combinación de vocales y consonantes escondía los designios de una tragedia. Zelda Fitzgerald luego de repetidos periodos de depresión acabó internada en un centro psiquiátrico, acusada de esquizofrenia. El autor se rindió a los cantos de sirena del alcoholismo y ahogaba sus penas en mares de licor. Sin embargo, la famosa composición de su nombre lo impelía a seguir escribiendo y, mientras preparaba su cuarta novela, adaptaba y creaba guiones para el cine con la sola intención de obtener dinero para sus largas noches disipadas, lo que le acarreó mayor desprecio de la crítica.

“Los escritores no están acostumbrados al dinero. Se les va a la cabeza y los destruye”, diría Faulkner sobre el embeleso negativo de la industria hollywoodense, frente al cual también terminaría abdicando. Quizás estas palabras del nobel sean tan ciertas como que el sonido de un nombre presagia tu talento y tu final. Francis Scott Fitzgerald, devastado por las continuas tormentas de licor y destrucción, muere en 1940; ocho años después, aún en el sanatorio, Zelda es devorada por las llamas de un trágico incendio. Hermosos y malditos.

jueves, 13 de junio de 2013

Un día de huelga

La claridad de la madrugada apenas atraviesa la cortina. Al parecer el mismo ruido la ha despertado, pues encuentro sus ojos mirándome lánguidamente. Los buenosdías y el beso vibraron con una onda afinada para no sonar más allá de las sábanas. Desperezándose me aparta y gira para ver el reloj que está sobre su mesa de noche. Ahorita se levantan, susurra sin apuro. Al girar se olvidó de la colcha y pude ver la curva de su espalda precipitándose hasta muy abajo. Anoche, antes de que llegaran, conocimos nuestros últimos detalles y, sin embargo, aún seguimos desnudos.

Es la primera vez que amanecemos juntos, pero esas cosas no importan en este momento. Desde el pasadizo se escucha el ruido metálico de una perilla, alguien camina por ahí. Azorada, con el índice erguido sobre sus labios me pide silencio. Son pasos ásperos que recuerdan un tránsito marcial, avanzan decididos hacia nosotros pero cruzan por el pasillo, hasta que se pierden tras el sonido de unas bisagras. Bulle un chorro característico. Mi papá, susurra. En el momento en que descargan la bomba del wáter, se levanta y va despacito a confirmar si anoche aseguró la puerta. A esta luz, sus caderas toman un color de pan recién horneado. Regresa sigilosa a la cama. Se van a las ocho, me dice. Más allá de su hombro, sobre la mesita de noche, puedo ver la hora que marca el reloj, son más de cuarenta minutos. La tomo por la cintura y la asesto a mi cuerpo, me mira con sorpresa y se muerde los labios.

Ayer cuando salíamos de la ducha nos llevamos un buen susto. El gato, por comer los restos de pollo, hizo caer el plato que olvidamos sobre el televisor. Huimos a su cuarto, yo entré y apreté el seguro por dentro, ella se quedó afuera, la sentí caminar hasta el otro extremo del pasadizo. Luego no escuché nada más. Me vestí desesperado. Quería salir corriendo de ahí, pero me senté en la cama para tranquilizarme. Dos, tres movimientos de las manos, tenía las yemas arrugadas por el agua.

Abre, soy yo.

Rió al verme.

No hay manera de que se vea el atardecer desde su cuarto, me hubiese gustado verlo, pero odia cosas como atardeceres y poemas de Neruda.

Desnudo de Amedeo Modigliani.

En el primer piso han encendido una radio, algunos trastes chocan. De pronto, oímos correr el agua de la ducha. Me moví suavemente, y me quedé mirando al techo, me abrazaste y tendiste una pierna sobre las mías. Intentando hacer el menor ruido giré y nos besamos mientras tratábamos de acomodarnos. Con un movimiento calculado te pusiste sobre mí.

¡Paola, son siete y media!

El grito llegó desde abajo, seguro desde el borde de las escaleras.

Por qué no le contestas, contéstale, pensaba, vamos contesta.

¡Me escuchaste, Paola!

Te miraba, mientras tú mirabas la puerta.

¡Hoy no tengo clases!, al mismo tiempo que tocaron con dos golpecitos contundentes. ¡Hay huelga!

La perilla se movió varias veces.

¡Cuánto te he dicho que no cierres con llave!

Qué pasa, qué gritos son esos, mujer.

Que dice que no tiene clase.

Déjala dormir. Ella verá. Su problema.

Pero cómo que su problema, siempre…

La voz se fue alejando por el pasadizo y bajó hasta la cocina, donde se hizo indistinguible.

Entretanto, cerraron una puerta en el pasillo. En ese momento me di cuenta de que no nos habíamos movido. Tú te dejaste caer sobre mi pecho y rodaste suavemente a la cama riéndote bajito.

Estuvo cerca.

Tu gesto con el índice trataba de callarme pero no controlaba tu risa.

Dimos la espalda a la puerta, y te abracé desde atrás. No era mucho lo que había avanzado la luz de la mañana. Sobre su escritorio pude notar las copias del libro de Macroeconomía para el examen que hubiésemos tenido hoy. Ayer por la mañana estabas tan preocupada por ese curso; en cambio yo, fresco. La verdad es que me dejó de entusiasmar una profesión de economista. “Siento que soy más para una ciencia de la abundancia, que de la escasez”, te dije cuando preguntaste por mi descuido.

Supongo que tú también te estabas quedando dormida cuando tocaron nuevamente la puerta.

Paolita, es tu amiga Mónica.

Tu cuerpo se tensó, y volteaste a verme extrañadísima.

Dice que quiere hablar contigo de algo urgente.

Dile que estoy durmiendo, que más tarde la llamo.

Ha insistido, dice que es muy urgente.

Ya... ya voy.

Estás loca, estás loca, te susurraba, pero no pude hacerte entrar en razón. Entendí rápido lo que quisiste decirme sin palabras, cogí mi ropa y la mochila y me metí debajo de la cama, raspándome el pecho con el borde de la tarima. Dejaste la puerta entreabierta como para no levantar sospecha, te sentí caminar por el pasadizo y bajar las gradas. Pude oír claramente la canción de Leo Dan que sonaba en la radio, y a tu padre cepillándose los dientes.

Por más que me esforzaba en distinguir tu voz no podía encontrarla, cerraba los ojos como si eso ayudara, pero nada. De pronto sentí que empujaron la puerta y unos pasos firmes venían hacia aquí, como si supieran lo que buscaban. No tuve la valentía para abrir los ojos, contuve la respiración, el arañón del pecho me latía con vehemencia, los brazos y la espalda me temblaban por el frío del piso, una gélida gota de sudor me descendió de la frente y se precipitó por la mejilla al suelo provocando un sonido que fácil lo escuchaban desde la calle. Atravesaron el cuarto y luego descorrieron la cortina. Yo tenía los ojos fuertemente cerrados, sin embargo, sentí como si me alumbraran con un sol implacable, acusador. Los pasos volvieron a sonar pero se detuvieron a medio camino, sentí que revisaba algo sobre tu escritorio. Ya no aguantaba más, necesitaba respirar, pero temía que me oyera… Salió con apuro y azotó la puerta. Solté una larga y contenida exhalación.

Por la manera con que dijiste sal de ahí, supe que algo andaba mal.

Sin perder tiempo me advertiste que la huelga se había suspendido.

Por un instante pensé en el examen: ¿Y ahora?

También se lo dijo a mi mamá, ahora tengo que ir con ellos en el carro.

Después me dijiste que cuando salieran, me descolgara por tu ventana y luego trepara la pared por la gruta, que me separarías sitio para resolverlo juntos, que de más llegaba a tiempo. Pero me quedé mirando cómo te vestías apresurada, tu pelo ondeaba de la cara al cuello, me recosté sobre la cama, desnudo aún, y crucé las manos debajo de mi cabeza, mientras tú te ponías el jean que te ajustaba bien. Te hiciste un moño en el pelo y me diste un beso fugaz.

Nos vemos.

Giré para verte salir, sus pasos, tus caderas en realidad, despedían una energía que tensó mi cuerpo, sentí que podía esperarla allí recostado, mientras el sol empezaba a calentar la mañana.

jueves, 6 de junio de 2013

Pequeña sátira contra Marcus Aurelius, dilecto polígrafo de Los Reyes y dómine colosal, escrita por el bachiller Persius Pratum a los 6 del mes de Juno, MMXIII

Apostaría a que don Marcus Aurelius jamás pudo reventarse una espinilla, porque nunca aprendió a ir al grano. El docto Marcus Aurelius ha ideado un revolucionario estilo de escribir: desprecia el grano por la paja, id est, masturbación, lo que deriva en más turbación

El otro día, este coloso de la palabra se puso a escribir un haiku y le salió la Enciclopedia Británica. Su arte poética es: para qué escribir poco si puedes citar mucho.

Marcus Aurelius es un prosista que domina mucho la lengua, mas con la sinhueso no se escribe, aunque sirve para otros menesteres más prosaicos que el Doctor Océano de nuestros días conoce muy bien. Cuando el nuevo Pedro Peralta publica en latín no se le entiende, pero tampoco mejora cuando lo hace en español. 

Marcus Aurelius es tan redundante, que uno pensaría que es muy sobrado, y lo es tanto que si le quitamos los párrafos que le sobran nos quedaríamos solo con los títulos de sus libros. Erudito oscuro se tomó en serio la poligrafía (arte de escribir mensajes secretos). Polígrafo reiterativo, en su tumba dirá: "Aquí yazco o yazgo o yago, válgame la redundancia".

Cómico Carlos Álvarez imitando a Marcus Aurelius.

martes, 4 de junio de 2013

Siglo XX a la mesa (18 de mayo de 1922)

Luego del faisán con espárragos y el helado de trufas, Joyce, el único sin traje de etiqueta, empezó a beber resueltamente. A su costado había un asiento vacío, al parecer apartado para alguien que, por supuesto, ya no se atrevería a llegar después del postre. La cena era en honor al estreno del ballet cómico “Renard”, de Igor Stravinsky, presentado en la Ópera de París por los Ballets Rusos de Serge Diaghilev.


Con sus gruesos anteojos de caricatura, Joyce miraba a Pablo Picasso beber tanto como él. Stravinsky y Diaghilev, cansados de las tensiones del día, tuvieron que retirarse pronto. A la una de la madrugada los mozos levantaron los restos de comida, una hora después, Picasso, ebrio, hundía la frente en la mesa: plantó pico. Joyce aún sostenía una soberbia borrachera irlandesa: bufaba y eructaba con ganas.

En ese momento, llegó al majestuoso salón un tipo pequeño envuelto en pieles y afeites, saludando a uno y otro lado como una rata afectada y engominada. Este era el momento que los anfitriones, los esposos Sydney  y Violet Schiff, habían estado esperando, la reunión al fin de sus dos novelistas favoritos: James Joyce y Marcel Proust. De hecho que al autor de “Ulises”, borrachísimo como estaba, le hizo mucha gracia que Proust llegase tarde, en busca del tiempo perdido.


James, codeado, con una mano en el mentón y la otra maniobrando siempre una copa de champagne, oía cómo Marcel, con largas y graves frases, le preguntaba si conocía a tal o cual duque, eran tan largas las frases que James solo se atrevía a responder con un no.

Marcel, tendiéndole a su colega una mirada de san Bernardo, compasivo además con su inapropiado traje, respondió a la pregunta de madame Schiff de si había leído la novela “Ulises” con un simple no.

Sydney, un tipo acomodado cuyo pasatiempo favorito era demostrar su falta de talento para escribir novelas, y su esposa Violet, reconocida casamentera, lo que comprueba que construía a sus personajes mejor que su marido, habían planeado reunir a estas dos figuras con la sana intención de copar sus futuras reuniones con sabrosos chismes y vanos alardes. Sin embargo, el encuentro no tuvo lo que esperaban, por lo que poco hablaron de lo sucedido, cerniéndose así una densa neblina sobre aquella noche en el hotel Majestic.

Nos ha quedado que ambos genios de la literatura no se llevaron bien y no tuvieron tiempo para remediarlo, pues seis meses después de aquella noche muere Proust. Joyce nunca disculpó la indiferencia del genio francés a su novela y cuando pudo respondió con sarcasmo sobre la obra del parisién. Por ejemplo, en una parte de su diario dice: “Los lectores llegan al final de las frases de Proust antes de que él termine de escribirlas”. Lo cierto es que Proust no pudo leer “Ulises” pues estaba absorbido por culminar su monumental y espléndida “En busca del tiempo perdido”.