La claridad de la madrugada apenas atraviesa la cortina. Al
parecer el mismo ruido la ha despertado, pues encuentro sus ojos mirándome lánguidamente.
Los buenosdías y el beso vibraron con una onda afinada para no sonar más allá
de las sábanas. Desperezándose me aparta y gira para ver el reloj que está
sobre su mesa de noche. Ahorita se levantan, susurra sin apuro. Al girar se
olvidó de la colcha y pude ver la curva de su espalda precipitándose hasta muy
abajo. Anoche, antes de que llegaran, conocimos nuestros últimos detalles y,
sin embargo, aún seguimos desnudos.
Es la primera vez que amanecemos juntos, pero esas cosas no
importan en este momento. Desde el pasadizo se escucha el ruido metálico de una
perilla, alguien camina por ahí. Azorada, con el índice erguido sobre sus
labios me pide silencio. Son pasos ásperos que recuerdan un tránsito marcial,
avanzan decididos hacia nosotros pero cruzan por el pasillo, hasta que se
pierden tras el sonido de unas bisagras. Bulle un chorro característico. Mi papá,
susurra. En el momento en que descargan la bomba del wáter, se levanta y va
despacito a confirmar si anoche aseguró la puerta. A esta luz, sus caderas
toman un color de pan recién horneado. Regresa sigilosa a la cama. Se van a las
ocho, me dice. Más allá de su hombro, sobre la mesita de noche, puedo ver la
hora que marca el reloj, son más de cuarenta minutos. La tomo por la cintura y
la asesto a mi cuerpo, me mira con sorpresa y se muerde los labios.
Ayer cuando salíamos de la ducha nos llevamos un buen susto.
El gato, por comer los restos de pollo, hizo caer el plato que olvidamos sobre
el televisor. Huimos a su cuarto, yo entré y apreté el seguro por dentro, ella
se quedó afuera, la sentí caminar hasta el otro extremo del pasadizo. Luego no
escuché nada más. Me vestí desesperado. Quería salir corriendo de ahí, pero me
senté en la cama para tranquilizarme. Dos, tres movimientos de las manos, tenía
las yemas arrugadas por el agua.
Abre, soy yo.
Rió al verme.
No hay manera de que se vea el atardecer desde su cuarto, me hubiese gustado verlo, pero odia cosas como atardeceres y poemas de Neruda.
No hay manera de que se vea el atardecer desde su cuarto, me hubiese gustado verlo, pero odia cosas como atardeceres y poemas de Neruda.
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Desnudo de Amedeo Modigliani. |
En el primer piso han encendido una radio, algunos trastes
chocan. De pronto, oímos correr el agua de la ducha. Me moví suavemente, y me
quedé mirando al techo, me abrazaste y tendiste una pierna sobre las mías.
Intentando hacer el menor ruido giré y nos besamos mientras tratábamos de
acomodarnos. Con un movimiento calculado te pusiste sobre mí.
¡Paola, son siete y media!
El grito llegó desde abajo, seguro desde el borde de las
escaleras.
Por qué no le contestas, contéstale, pensaba, vamos
contesta.
¡Me escuchaste, Paola!
Te miraba, mientras tú mirabas la puerta.
¡Hoy no tengo clases!, al mismo tiempo que tocaron con dos
golpecitos contundentes. ¡Hay huelga!
La perilla se movió varias veces.
¡Cuánto te he dicho que no cierres con llave!
Qué pasa, qué gritos son esos, mujer.
Que dice que no tiene clase.
Déjala dormir. Ella verá. Su problema.
Pero cómo que su problema, siempre…
La voz se fue alejando por el pasadizo y bajó hasta la
cocina, donde se hizo indistinguible.
Entretanto, cerraron una puerta en el pasillo. En ese
momento me di cuenta de que no nos habíamos movido. Tú te dejaste caer sobre mi
pecho y rodaste suavemente a la cama riéndote bajito.
Estuvo cerca.
Tu gesto con el índice trataba de callarme pero no
controlaba tu risa.
Dimos la espalda a la puerta, y te abracé desde atrás. No
era mucho lo que había avanzado la luz de la mañana. Sobre su escritorio pude
notar las copias del libro de Macroeconomía para el examen que hubiésemos
tenido hoy. Ayer por la mañana estabas tan preocupada por ese curso; en cambio
yo, fresco. La verdad es que me dejó de entusiasmar una profesión de
economista. “Siento que soy más para una ciencia de la abundancia, que de la
escasez”, te dije cuando preguntaste por mi descuido.
Supongo que tú también te estabas quedando dormida cuando
tocaron nuevamente la puerta.
Paolita, es tu amiga Mónica.
Tu cuerpo se tensó, y volteaste a verme extrañadísima.
Dice que quiere hablar contigo de algo urgente.
Dile que estoy durmiendo, que más tarde la llamo.
Ha insistido, dice que es muy urgente.
Ya... ya voy.
Estás loca, estás loca, te susurraba, pero no pude hacerte
entrar en razón. Entendí rápido lo que quisiste decirme sin palabras, cogí mi
ropa y la mochila y me metí debajo de la cama, raspándome el pecho con el borde
de la tarima. Dejaste la puerta entreabierta como para no levantar sospecha, te
sentí caminar por el pasadizo y bajar las gradas. Pude oír claramente la canción
de Leo Dan que sonaba en la radio, y a tu padre cepillándose los dientes.
Por más que me esforzaba en distinguir tu voz no podía
encontrarla, cerraba los ojos como si eso ayudara, pero nada. De pronto sentí
que empujaron la puerta y unos pasos firmes venían hacia aquí, como si supieran
lo que buscaban. No tuve la valentía para abrir los ojos, contuve la respiración,
el arañón del pecho me latía con vehemencia, los brazos y la espalda me
temblaban por el frío del piso, una gélida gota de sudor me descendió de la
frente y se precipitó por la mejilla al suelo provocando un sonido que fácil lo
escuchaban desde la calle. Atravesaron el cuarto y luego descorrieron la
cortina. Yo tenía los ojos fuertemente cerrados, sin embargo, sentí como si me
alumbraran con un sol implacable, acusador. Los pasos volvieron a sonar pero se
detuvieron a medio camino, sentí que revisaba algo sobre tu escritorio. Ya no
aguantaba más, necesitaba respirar, pero temía que me oyera… Salió con apuro y
azotó la puerta. Solté una larga y contenida exhalación.
Por la manera con que dijiste sal de ahí, supe que algo
andaba mal.
Sin perder tiempo me advertiste que la huelga se había
suspendido.
Por un instante pensé en el examen: ¿Y ahora?
También se lo dijo a mi mamá, ahora tengo que ir con ellos
en el carro.
Después me dijiste que cuando salieran, me descolgara por tu
ventana y luego trepara la pared por la gruta, que me separarías sitio para
resolverlo juntos, que de más llegaba a tiempo. Pero me quedé mirando cómo te
vestías apresurada, tu pelo ondeaba de la cara al cuello, me recosté sobre la
cama, desnudo aún, y crucé las manos debajo de mi cabeza, mientras tú te ponías
el jean que te ajustaba bien. Te hiciste un moño en el pelo y me diste un beso
fugaz.
Nos vemos.
Giré para verte salir, sus pasos, tus caderas en realidad,
despedían una energía que tensó mi cuerpo, sentí que podía esperarla allí
recostado, mientras el sol empezaba a calentar la mañana.
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