Hay nombres como el de Jon Dahl
Tomasson que revelan a la primera el oficio de su portador. Lo escuchas y de inmediato piensas en un delantero danés. Lo mismo, Bill Gates solo puede
llamarse un multimillonario. Y Scott Fitzgerald no puede ser otra cosa que el
nombre de un escritor. Este razonamiento que sonrojaría a los más entusiastas
defensores del determinismo lingüístico me recuerda a un amigo
aspirante a poeta. Hace unos años, este compañero mío buscaba, lleno de prejuicios, un seudónimo que calzara a la perfección con el oficio de escritor y que le
abra las puertas del éxito literario. Gracias a los dioses, las musas no se dejan engañar con facilidad. A pesar de que ocultó su verdadero nombre con media docena de apelativos, mi amigo nunca pudo escribir
poesía, mas aún sigue siendo poeta.
No sé qué deseaban ser los otros dos implicados en aquel razonamiento artero,
pero Scott Fitzgerald primero quiso ser estrella del fútbol americano; sin
embargo, al parecer su nombre no daba para este deporte ni para héroe de
guerra, pues cuando a los veinte años se enroló en el ejército estadounidense, tras abandonar la universidad
de Princeton, no logró embarcarse a Europa y no pudo participar en la Primera
Guerra Mundial. Lo que sí pudo hacer durante su servicio militar es corregir su
primera novela, A este lado del paraíso,
y parece que las conexiones astrales lingüísticas de su apellido lo destinaban irremediablemente
a ser un buen escritor.
El éxito comercial que obtuvo con ese libro le
otorgó el suficiente dinero y confianza para proponerle matrimonio a Zelda Sayre, una
hermosa muchacha mimada por los altos círculos sociales de Montgomery, Alabama. Si Scott Fitzgerald
era un nombre que podía lucirse en los clubes privados y en las grandes fiestas
de ricos y famosos, Zelda Fitzgerald no lo era menos. Tal vez por eso, sin saber que obedecían al designio de la eufonía de sus apellidos, la nueva
pareja adoptó un modo de vida de lujo y extravagancia. Vocación que los llevaría a
vivir por temporadas en Nueva York, París y Hollywood. Sus gastos requerían más de
lo que el éxito de una novela podía pagar y, aunque el escritor insistió con
otras más (Hermosos y malditos, El gran Gatsby y Suave es la noche), fue gracias a la publicación periódica de
cuentos en las principales revistas de la época que logró sustentar su modo de
vida.
Scott Fitzgerald comprobó, entonces, que su nombre
servía para afamado y bien remunerado escritor de cuentos; no obstante, esa
actitud no les agradaba a muchos colegas, especialmente a genios de la literatura como
Ernest Hemingway. Para el autor de Por
quién doblan las campanas, Fitzgerald desperdiciaba su talento publicando
relatos frívolos; no así para otros genios como William Faulkner y Raymond
Chandler, quienes admiraban su talento de cuentista. Lo cierto es que, mientras
sazonaba con algo de sí a personajes memorables como Amory Blaine, Anthony
Patch y el propio Gatsby, Fitzgerald iba describiendo una época. Soslayó de la manera que solo un genio puede hacerlo el mayor lugar común de la alta literatura de aquellos tiempos: el
realismo social. Aun así logró representar –no sin camuflado tono moralizante– la falaz
época de prosperidad norteamericana de la década del veinte del siglo pasado.
Nada hacía presagiar que su hermosa combinación de
vocales y consonantes escondía los designios de una tragedia. Zelda Fitzgerald
luego de repetidos periodos de depresión acabó internada en un centro psiquiátrico,
acusada de esquizofrenia. El autor se rindió a los cantos de sirena del
alcoholismo y ahogaba sus penas en mares de licor. Sin embargo, la famosa composición de su nombre lo impelía a
seguir escribiendo y, mientras preparaba su cuarta novela, adaptaba y creaba
guiones para el cine con la sola intención de obtener dinero para sus largas noches disipadas, lo que le acarreó mayor desprecio de la crítica.
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