sábado, 12 de octubre de 2013

Lectura para electores

En época electoral la consigna de los políticos parece ser “entre menos lean, más fácil se convencen”. Muchas veces los volantes con propuestas han sido reemplazados por cosas más venales. Quién no recuerda los rocotos y pollitos repartidos en elecciones pasadas en Arequipa y que demostraron ser mejores armas de convencimiento frente a propuestas bien sustentadas.

Con seguridad, alguien me dirá que en elecciones es cuando se venden más diarios, lo que demostraría que la gente lee más; pero, con seguridad, le respondería que los votantes compran periódicos animados más por escándalos y denuncias contra candidatos que por la intención de informarse mejor de las propuestas. En elecciones, la página de política parece un anexo de la de espectáculos.

Si la lectura para informarse está atrofiada, mejor dicho mutilada de lo que realmente importa, la coyuntura es mucho menos favorable para la lectura literaria. ¿Y qué utilidad tiene ese tipo de lectura en épocas de  sufragio? Soy un convencido de que quienes encuentran más absurda esta pregunta son nuestros políticos. Sin embargo, contestar dicha interrogante no es nada fácil, por lo que me he propuesto intentar una respuesta con un ejemplo.

El Napoleón de Notting Hill (1904), del británico Gibert Keith Chesterton, es una novela que tiene uno de los comienzos más singulares: “La raza humana, a la que tantos de mis lectores pertenecen…”. La historia se desarrolla en Londres, donde se ha instaurado un sistema de gobierno despótico rotatorio, es decir, se elige por sorteo a un déspota, que es otro nombre para tirano o dictador.

Todo lo que se quiere es un hombre que pueda dar una rápida ojeada a algunas peticiones y que firme algunos decretos”, reflexiona al inicio de la novela uno de los personajes. El mismo que elogia este tipo especial de tiranía como la más pura democracia, la que tiene el mejor sistema: el azar. Y de seguro todo marcharía estupendo si él fuese elegido déspota; sin embargo, la suerte le tocó a su amigo Auberon Quin, un tipo aficionado al humorismo que decide rescatar la vieja gloria de las ciudades medievales y la parafernalia de los prebostes, haciendo de su gobierno una gran farsa.

A pesar de las ridículas situaciones y la desquiciante comicidad del rey, todo marchaba bien; ya saben, eso que conocemos ahora como piloto automático: no importa que los gobernantes sean unos payasos, el país sigue su rumbo. La obligación a los políticos de vestirse estrambóticamente, como propios payasos, es un decreto que sentaría muy bien en nuestro Congreso. 

Decía, todo marchaba bien hasta que alguien no comprende la broma, y empieza no a hacerse, sino a creerse Napoleón, esto es, un dictador emperador con harto floro. Entonces, el progreso se detiene, reaparece la guerra olvidada desde hacía mucho y se dan una serie de situaciones en la que solo sale victorioso el sentido del humor. Claro, eso en la novela de Chesterton, pues mucho conocemos a qué nos llevaría un Napoleón hoy en día y no nos hace gracia.

Antes que pueda pensarse lo contrario, tengo que decir que esta novela no defiende, propiamente, una de las dos grandes vertientes políticas, sino es más bien una de las mejores sátiras contra la clase gobernante. Finalmente, dígame, caro lector y elector, si este libro no nos cuestiona como ciudadanos y si acaso no nos ayudaría a tener una postura crítica en la época de elecciones que se acerca.

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