
Con seguridad, alguien me dirá que en elecciones es cuando
se venden más diarios, lo que demostraría que la gente lee más; pero, con
seguridad, le respondería que los votantes compran periódicos animados más por
escándalos y denuncias contra candidatos que por la intención de informarse mejor
de las propuestas. En elecciones, la página de política parece un anexo de la de
espectáculos.
Si la lectura para informarse está atrofiada, mejor dicho
mutilada de lo que realmente importa, la coyuntura es mucho menos favorable
para la lectura literaria. ¿Y qué utilidad tiene ese tipo de lectura en épocas
de sufragio? Soy un convencido de que
quienes encuentran más absurda esta pregunta son nuestros políticos. Sin
embargo, contestar dicha interrogante no es nada fácil, por lo que me he
propuesto intentar una respuesta con un ejemplo.
El Napoleón de Notting Hill (1904), del británico Gibert
Keith Chesterton, es una novela que tiene uno de los comienzos más singulares:
“La raza humana, a la que tantos de mis lectores pertenecen…”. La historia se
desarrolla en Londres, donde se ha instaurado un sistema de gobierno despótico
rotatorio, es decir, se elige por sorteo a un déspota, que es otro nombre para tirano o
dictador.
“Todo lo que se quiere es un hombre que pueda dar una rápida
ojeada a algunas peticiones y que firme algunos decretos”, reflexiona al inicio
de la novela uno de los personajes. El mismo que elogia este tipo especial
de tiranía como la más pura democracia, la que tiene el mejor sistema: el azar. Y de
seguro todo marcharía estupendo si él fuese elegido déspota; sin embargo, la
suerte le tocó a su amigo Auberon Quin, un tipo aficionado al humorismo que decide
rescatar la vieja gloria de las ciudades medievales y la parafernalia de los
prebostes, haciendo de su gobierno una gran farsa.
A pesar de las ridículas situaciones y la desquiciante
comicidad del rey, todo marchaba bien; ya saben, eso que conocemos ahora como
piloto automático: no importa que los gobernantes sean unos payasos, el país
sigue su rumbo. La obligación a los políticos de vestirse estrambóticamente,
como propios payasos, es un decreto que sentaría muy bien en nuestro Congreso.
Decía,
todo marchaba bien hasta que alguien no comprende la broma, y empieza no a
hacerse, sino a creerse Napoleón, esto es, un dictador emperador con harto
floro. Entonces, el progreso se detiene, reaparece la guerra olvidada desde hacía
mucho y se dan una serie de situaciones en la que solo sale victorioso el
sentido del humor. Claro, eso en la novela de Chesterton, pues mucho conocemos
a qué nos llevaría un Napoleón hoy en día y no nos hace gracia.
Antes que pueda pensarse lo contrario, tengo que decir que
esta novela no defiende, propiamente, una de las dos grandes vertientes políticas, sino es más bien una de las mejores
sátiras contra la clase gobernante. Finalmente, dígame, caro lector y elector, si este libro no
nos cuestiona como ciudadanos y si acaso no nos ayudaría a tener una
postura crítica en la época de elecciones que se acerca.
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