miércoles, 28 de octubre de 2015

Nobel en el amor

Abrir el diario y leer la noticia de su propia muerte fue para Alfred Nobel un hecho explosivo. Así como el Big Bang (el Gran Estallido) dio origen a nuestro universo, aquella necrológica provocaría el destello a partir del cual se originarían los Premios Nobel.

Aunque el hecho es de por sí espantoso, al inventor sueco le conmovió más que en el texto lo tildaran de “mercader de la muerte”. Por eso decidió donar, tras su verdadero deceso, gran parte de su fortuna al reconocimiento de los mejores exponentes de las ciencias, la literatura y la lucha por la paz.

En commons.wikimedia.org.
Alfred Nobel, debido a su dedicación a los negocios y su vocación por la investigación, nunca gozó del lazo matrimonial. Cuentan que en el amor él era tan tímido como en la guerra temido su invento (la dinamita). 

En cierta ocasión, cuando le pidieron que escriba su autobiografía, señaló entre sus virtudes el no representar una carga para nadie. Sin embargo, él sí tuvo muchas, y no solo de explosivos. 

Una de ellas se llamó Sofie Hess, joven ayudante de florista con quien mantuvo una relación durante 15 años y a quien brindó lujo y prestigio hasta que ella declaró que estaba embarazada de otro hombre; con eso a cualquiera le dan ganas de andar reventando cosas en el laboratorio.

Sofie se aprovechó de él hasta después de muerto. No obstante su separación, ella seguía escribiéndole para pedirle dinero y, tras el fallecimiento de Alfred, vendió gran parte de esa correspondencia a buen precio.

Antes de conocer a Sofie, el millonario inventor contrató como secretaria personal a Bertha Kinsky, quien no le dio la mínima posibilidad de ser la señora de Nobel, pues cuando Alfred ya se entusiasmaba con su presencia, Bertha huyó de la ciudad para casarse con Arthur von Suttner. Andando el tiempo, Bertha llegaría a ser una señora de Nobel pues le otorgaron el Premio Nobel de la Paz en 1905.

Al final de sus días, Alfred se convirtió en un viejo solitario, aquejado por males cardiacos que llegaron a ser tratados –menuda ironía– con nitroglicerina. Pero a esa edad, por más aislado que esté, un corazón cargado es muy peligroso. Rodeado por su médico y sus criados italianos, murió de un fulminante infarto en 1896.

lunes, 3 de agosto de 2015

El sueño de un dios dormido. El tiempo en el último poemario de Luis Chambilla

En Sobre el espíritu universal que mueve al mundo, el poemario póstumo de Luis Chambilla, existe un aliento metafísico, una preocupación ante lo inexorable. A media voz el yo poético lucha contra el tiempo y la movilidad. Sabe que la batalla está perdida si tiene que librarla en el campo de las sensualidades. Por eso debe “abandonar en la playa [su] viejo caparazón de cangrejo muerto”. Por eso el suyo no es el imperativo “carpe diem”, sino un estoicismo místico.

Amo el instante en que el mundo ancla y se detiene
y yo me detengo en él mientras se disuelve la torpe armadura.
(Manifiesto, p. 14)

El cuerpo (la torpe armadura) solo estorbará en esta lucha contra el veloz Cronos, aliado del infalible Tánatos. No hay en Chambilla el hedonismo horaciano, ni la preocupación por el vertiginoso marchitar de la carne que sentían los poetas áuricos. No le inquieta el deleite sensual (entiéndase de los sentidos), como a Góngora cuando trata el tópico “carpe diem” en el soneto en que declara goza cuello, cabello, labio y frente. Lo suyo está más cerca de las tribulaciones metafísicas de Quevedo sobre la imbatibilidad del tiempo (que ni vuelve, ni tropieza) y su asociación con la muerte (sepultureros son las horas). Sabedor de que la existencia del tiempo es la muerte; de que, como en el cuadro de Goya, Saturno se alimenta de sus hijos, el yo poético reclama

Que se detengan los relojes y amarren por su cabellera al inquieto viento.
Que en la garganta del perro se congelen de golpe sus ásperos ladridos
y en lo alto, el vuelo de las aves sea solo un conjunto de nubecillas paralizadas.
(Manifiesto, p. 13)

Por supuesto, aquello solo se logra violentando el orden de lo conocido (que amarren…, de golpe…). Mas la muerte siempre ronda, y aunque el poeta siente que está cerca, nunca se sabe cuándo saltará sobre él, jamás se adivinará el momento en que nos segará la dama oscura, pues el hombre solo es

un saltimbanqui con los ojos cerrados sobre la cuerda floja
disfrutando su paso sonámbulo.
(Manifiesto, p. 14)

Ante este viejo problema, el poeta encuentra una solución, halla un paliativo para sus ansias. Distingue entre el tiempo físico, real, cruel e irrefrenable; y el tiempo espiritual, virtual, compasivo y maleable. Frente a aquel todo está perdido; pero en este último todavía caben esperanzas. Por eso deja que el primero consuma su cuerpo (su torpe armadura), mientras sus pensamientos, su espíritu, sus representaciones de la vida habitan el otro espacio, aquel donde, como en los aparatos de video modernos, puede hacer pausa y pedir que le pongan “música, por favor, pero música con acordes de violines” (p. 14).
Chambilla es consciente de que durante la vida del cuerpo los minutos son una sucesión apresurada; no obstante, resulta también un devenir encajado entre dos eternidades. La infinitud antes de nacer no le interesa en este poemario, es la perpetuidad después de la muerte lo que atiende. Aquí la movilidad de los elementos es más pausada. Aquí, en la infinidad del Hades, puede agrandar un

… segundo y que sea minuto, hora, eternidad; la suma de todas las edades.
(Manifiesto, p. 14)

“El sueño es hermano de la muerte”. La búsqueda de quietud solo es posible en lo onírico, pues, como sentenciara Antonio Machado, “en los sueños no hay mañana, es todo ahora”. Así declara

Dejen que desaparezca y me integre al espíritu universal que moviliza al mundo
entonces seré un átomo feliz en el sueño de un dios dormido.
(Manifiesto, p. 14)

Su cuerpo es ahora polvo astral, parte del fluido sutil e imponderable del que está hecho el cosmos. Pero que, a diferencia del barro sensitivo que fue, su tiempo es eterno, calmo, quieto; pertenece a un dios perfecto, detenido, en reposo; pues, el movimiento es cambio, imperfección, tiempo físico. A partir de esto podría aventurarse una relectura de la infinitud del universo no como un gran conjunto de átomos, sustancias físicas que pueden dividirse y que reaccionan ante la presencia de otros; sino como sustancias metafísicas indivisibles, mónadas sin partes, pero parte del todo universal.
Cuando el poeta reconoce el carácter de la magnitud devoradora de hombres, declara

Uno busca una patria para su corazón
con la conciencia de la brevedad de tiempo para ser feliz
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

y emprende el último viaje por el espacio de sus recuerdos, queriendo abarcar todo lo vivido

Nada me importa más que ir con el alma extendida a los cuatro puntos
y con los sentimientos intactos cosechar el caos de sonidos y colores
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

Su ansia de quietud lo lleva paradójicamente hacia el mar. Esta creación que nunca descansa, siempre moviéndose, es el sitio de su memoria, allí puede detener el ritmo de la vida o acelerarlo. Es frente al océano donde querrá parar la marcha de lo indetenible. Allí le asaltan figuras en movimiento: los pájaros, los peces, las olas. Allí el poeta se debate entre la movilidad y la calma

Escucho el canto de las aves migratorias que se alejan
y yo deseo que alguien me regale un par de alas o un globo aerostático
o que por encanto me arrastre el viento cuando abra la ventana
(Agosto, una mañana, p. 19)

Esas ganas de pasearse por el mundo “encaramado a un copo de algodón” (p. 19) contrastan con su deseo de reposo
Me detendré un instante, bajo el ardiente sol del mediodía
[…]
Yo amaré por siempre estos breves instantes en que yo me detengo
y el mundo se detiene a observarse conmigo
(Bajo el ardiente sol del mediodía, p. 21)
Antes de la última migración de su yo celeste, otra vez como si alguien manejara un moderno aparato de video o blandiera una herramienta de fijación, pide

Que el paisaje sea un tapiz donde descanse mi diáfano cuerpo
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

La idea de que el tiempo, al detenerse, también fija el espacio como un telón o pintura de fondo vuelve sobre él con entusiasmo

Y yo celebro la eternidad de este instante que mora en mis ojos.
Soy el milagro de un pintor desconocido.
(Paisaje nocturno, p. 24)

Al fin, ha comprendido su viaje, la migración que va de la dimensión física a la dimensión celestial, cósmica e infinita.

y como un espíritu satisfecho volverme etéreo y transparente.
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

“Si las puertas de la percepción se purificaran –dice William Blake–, todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. Con qué ingenuo y temerario designio puede uno resistirse a comprender un infinito siempre en movimiento. Luis Chambilla lo sabía muy bien, sin embargo, en su último poemario nos lleva a pensar que si infinito, entonces eternidad, y esta, finalmente, quietud; nada se mueve en lo eterno.

Cuando escribía estas sus últimas líneas, Luis Chambilla sabía que su cuerpo enfermo pronto expiraría, no podía hacer nada para contener las sepultureras horas, salvo plantear la existencia de una magnitud paralela al tiempo humano, un espacio regido por un dios dormido, en reposo, por eso eterno. Allí, en el sueño, todo está sucediendo y aun así todo está detenido. Chambilla –para decirlo desluciendo un verso de Wallace Stevens– hizo de la quietud parte de la mente, parte del significado del todo, el acceso a la perfecta comprensión de las páginas escritas, es decir, del fin de la vida.

lunes, 22 de junio de 2015

La alcancía de doña Macrovia

Cada vez asisto menos a presentaciones de libros (si un libro es un mundo, a mí me gustaría descubrirlo, no que me lo presenten). Dicen que uno debe elegir sus lecturas como escoge a sus amigos; yo tengo varios libros a los que solo me los han presentado.
Con tantos jóvenes ingenios escribiendo, Arequipa debiera ser la ciudad con más agudeza literaria, pero literal y literariamente no tiene nada de aguda, porque está grave.
He oído decir en cada uno de esos eventos cómo el libro presentado ha innovado la literatura “local, nacional y, por qué no, mundial”. Son tantos los que pasan por innovadores, revolucionarios y vanguardistas que lo más atrevido es no ser revolucionario. En su afán de superar todas las vanguardias, los escritores locales se olvidan de echarle una miradita a la tradición.
Don Mariano A. Cateriano.
Mariano Ambrosio Cateriano, el más nombrado de los tradicionalistas locales, publicó en 1881 Tradiciones arequipeñas o recuerdos de antaño. A pesar de que sus críticos han destacado sus trabajos historiográficos, ese conjunto de narraciones constituye lo más interesante y original de su obra.
Uno de los relatos de aquel libro titula La alcancía de Doña Macrovia, y no solo es una demostración de que Cateriano hizo correr la pluma con donaire, sino que es también en nuestro medio el antecedente más remoto de una “moda vanguardista”. Juego tipográfico o caligramas narrativos, llámenle como prefieran, el hecho es que ciertos narradores y ensayistas locales que actualmente lo practican sostienen la vana presunción de ser innovadores, como si eso solo bastara para crear un texto literario.

Al inicio del relato, Cateriano intenta describir a la protagonista sin seguir el orden de los renglones, colocando por aquí y por allá las palabras y situando mayúsculas, paréntesis, cursivas y llaves a capricho, todo para demostrar que doña Macrovia de Colmenares y Escobedo era “tan exótica como la ortografía con que va escrito este preludio”.
En realidad, los juegos tipográficos no son exclusivos de esa tradición, también aparecen en otras de Cateriano, pero es en La alcancía de doña Macrovia donde es más arriesgado.
Los acérrimos seguidores de esta moda (actual y vanguardista, recordemos) recibirían con un signo de interrogación dibujado en su rostro la noticia de que ya muy entrado el siglo veinte, Alfredo Arispe, otro narrador paisano nuestro, también aplicó este tipo de recursos, en su cuento Alma de Pólvora, por ejemplo.
Hasta aquí podríamos alegar que esos caligramas son desusados en el siglo XIX (digamos un fecha, 1881) y por entonces podían tildarse de original e innovador. Todavía pasado media centuria, cuando a las estudiantes de mecanografía les encargaban dibujitos en Olivetti, al estilo del Poema en forma de pájaro de Jorge Eduardo Eielson, podía favorecerse a los versos destinados a producir un efecto plástico con la etiqueta de vanguardista; sin embargo, en los tiempos que corren, con tantos programas de computación y ventajas tecnológicas, no le encuentro adjetivos tan encomiásticos.
Recordemos que primero esta moda invadió hace algunos años a unos aspirantes a poetas, mas no pasó mucho para que los narradores se vieran contagiados y ahora se ha extendido vorazmente entre los cultores de todos los géneros, quienes se dejan enviciar por la vana y solitaria idea de ser intrépidos creadores.
Imagen de la edición de 1881 del libro de Cateriano.
No sé qué emoticono inspirará su rostro cuando estos “vanguardistas” recuerden lo que anotó Michael de Montaigne hace más de cuatro siglos, mientras rememoraba los enormes poemas en forma de alas y hachas que hacían los griegos antiguos: “Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre” (Ensayos de Montaigne, Libro I, Capítulo LIV).
Un cuento o un ensayo no son “geniales” por algo tan primario como un efecto plástico. La literatura, el arte en general, no debe ser reducida al solo placer estético –como piensan los posmodernos frívolos–, sino debe haber también un sentido ético. Por eso, cuidado con la doñamacrovialización de la literatura, no vaya a ser que, como la protagonista de la tradición de Cateriano, nos convirtamos en testigos de un crimen y decidamos cerrar la puerta y apagar la vela.



lunes, 8 de junio de 2015

Panegírico a propósito del IV Chongo Literario*

"La escritura es más efectiva que la bolsa de excremento".
Bart Simpson

Es triste empezar diciendo que la cocina nos ha ganado un poeta. Hace poco otra disciplina de uniformes blancos y pócimas nos quitó al ángel maldito, al morboso pichón de la lira oxidada y hermosa. Mientras la primera, camaradas, se lleva al "apu malhablado", cuyo nombre tensa la garganta y abre la mandíbula como si un escupitajo, ¡Juan! La otra, la ciencia de Hipócrates, la medicina, aleja de nosotros a Érick Ángelo.
Hace tres años, en tanto el radioso Inti de Arequipa enrojecía la tarde, y la sombra de los altos árboles agigantábanse como filudas dentelladas, Juan y Ángelo participaron en el rito de iniciación de Fárrago, que, finalmente, terminó no siendo lo que cierta vez fue: un grupete de nómades literarios que saquearon la poesía por un tiempo.
Manuel Mamani, Juan Hinojosa, Erick Ángelo y Percy Prado.
Aquel extinto grupo lo bautizaron también la hermosa e inteligente Saraí, la incitante y ágil poetiza Maru y el mítico místico Manuel. Además -cómo podría obviarlo- estaba en esa caterva Percy, que era el punto "oscuro" del grupo.
Cómo olvidar su primer engendro, aquella sierpe plana de seis caras en cuyo lomo aparecía, como puestos a la pared de un manicomio, la patota en pleno. Cómo olvidar los “zapatos de goma”; cómo, el lóbrego texto de Juan, sí, aquel lienzo que herró un estilo.
Testigos de aquella grandiosa aberración quedamos pocos. Nadie puede negar que en el breve tiempo de su existencia hicieron cosas inolvidables, entre las que se cuenta, cómo no, el Primer Chongo Literario, cuyas invitaciones las repartieron en condones (recuerdo haber visto sonrojar al más elástico de los docentes). Por la propaganda de aquel espectáculo se les quiso amordazar, asustar y expulsar. Culpados de herir la honra y el pudor de las buenas personas que pululan por la facultad de filosofía, fueron citados al decanato, donde lo único que se sabe es que tuvieron una larga discusión con el decano.
Dos días después se les impidió la realización del Chongo Literario dentro del pabellón de Humanidades, pero ellos infectaron con rebeldía los ánimos de los estudiantes. Cual si despertara el espíritu de los seculares dioses sometidos, como si un Apu redivivo emergiera de las ofrendas olvidadas y abalanzara su poder en un huaico incontrolable, así la multitud extática derivó al anfiteatro del Ho Chi Minh. En la penumbra de aquel hemiciclo, apenas iluminados por la luz ambarina de los postes circundantes, iniciaron el rito dando rienda suelta a los versos. Desde entonces, aquel hueco del mundo se convirtió en su cubil, allí despedazaban botellas y arrancaban llantos apocalípticos como en ebrios pagos a la huaca.

No hay Fárrago que dure un año ni cuerpo que lo resista, sin duda. Aquel grupo llevaba en su propio espíritu el germen de su extinción. Un parásito de seis cabezas robustas y hambrientas es un monstruo incontrolable. De repente, los seis pescuezos quisieron reptar por senderos diferentes, así uno a uno fue desgarrando el corazón que los unía. La saltarina Maru se acopló al frívolo grupo Dragostea. Manuel, la real armadura, despreció su talento y se alejó por los campos de la lingüística. Ángelo, el flaco pichón de buitre, levantó sus alas colmadas de poesía y marchó a la revolucionaria Cuba.
Tras esto solo quedaba la mitad de un órgano sangrante y latiendo materia pútrida apenas. Al cual, el enamoramiento de Percy y Saraí le supo a puntapié. Sin embargo, junto a los dos aún estaba el enano devorador de libros, Juan; y todavía a su alrededor gravitaban ángeles malditos, putos borrachos y sáficas poetas, por lo que se logró mantener el espíritu de Fárrago en los anuales Chongos Literarios.
Este viernes se celebra una edición más de aquel grotesco evento, y seguramente será también la despedida del Fárrago Juan, pero no significa el acta de defunción de un grupo literario, porque si bien les tocó a ellos, sólo fueron la representación humana de un espíritu mentempsicótico, al que otra vez, este viernes hijo de una Venus mamona, sentiremos deslizándose por las sombras, en las voces de los nuevos y los viejos poetas, abrasados de ron, de noche y de luna. Otra vez, como una voz goéthica, lo escucharemos susurrar a los ebrios oídos: he estado aquí, tal como estoy ahora, mil veces antes, y espero regresar otras mil veces más.


(*) Este es un deslenguado tributo a un intento: Fárrago. Apareció en un díptico el día que se realizó el Chongo Literario 2009. No se ha confirmado el autor, la mayoría culpa a un tal Belzú.



lunes, 25 de mayo de 2015

Fantasía de una noche de verano

Lo siento, Julio, esta noche tendrás tu viernes trece, me digo mientras tomo mi puesto frente al tablero. La plaza de Camaná luce abarrotada. Cientos se han congregado para ver al genio nacional del ajedrez, que está de visita en su tierra natal. Otros tantos, la mayoría veraneantes arequipeños, repletan el lugar con su indiferencia y su alegría bulliciosa.

Cegado por la vanidad y la fantasía, siento que hoy venceré al maestro gracias a una extraordinaria combinación de hechos cósmicos y numerológicos (qué atrevida resulta la ignorancia a veces).

Como yo, otros 25 le presentarán batalla en partidas simultáneas. En total 26 temerarios. Interesante número que coincide con mi fecha de nacimiento. Consideren también que 26 es el doble de trece (2x13) y que este encuentro sucede un 13 de febrero (2/13). Viernes, para más señas. Una calurosa noche de verano.

Es cierto que pocas veces se ha dado una sorpresiva victoria como la que han tramado los albures celestes para mí esta noche. Pienso en la ocurrida en Nueva York hace medio siglo exactamente. Aquella vez, Luis Loayza, notable narrador limeño, le ganó a un joven pero ya genio de los trebejos Bobby Fischer, el mítico campeón mundial estadounidense.

Julio Ernesto Granda en  partidas simultáneas en Camaná.
Foto tomada de http://diariocorreo.pe/edicion/arequipa/
Ese inesperado triunfo sucedió también en el marco de una partida colectiva. Es más, el escritor peruano, al igual que yo, jugó con negras y para completar las “coincidencias” con que nos adorna la Fortuna, él también era un joven aficionado al deporte ciencia cuya diferencia con su contrincante resultaba, por lo menos en el papel, enorme a favor de este. Por supuesto, la distancia que me aleja de Granda es aún mayor, sin embargo, eso nada puede contra las planetarias e inexorables fuerzas del destino.

La noche veraniega avanza, la gente ha ido agolpándose alrededor de las mesas de juego. Acostumbrado a estar del otro lado de los flashes de las cámaras, empiezo a sudar, mas no pierdo la gravedad de mi postura. De cuando en cuando tiendo la mirada hacia el público, apenas si reconozco una que otra cara entre la multitud que a partir de mañana me señalará como el triunfador de este duelo.

Vuelvo al tablero, circunspecto, como posando para la foto que inmortalice esta histórica noche. En el campo de batalla veo a mis guerreros erguirse negros, temibles y más robustos que el enemigo. Ante ellos, los otros lucen blanquísimos y angelicales. Mientras espero a mi afamado rival, fantaseo con una apertura avasalladora y un medio juego ejerciendo presión sobre el flanco del rey.

Sus finos y albos caballos caerán bajo el ataque de mis fieros y tajantes alfiles. Mis recias torres se lanzarán implacables sobre sus peones. Mis astutos y briosos corceles derribarán sus fichas almenadas. Todo estaba ya predestinado en mi imaginación, no importaba que yo fuera solo un aficionado que muchas veces cayó en la trampa del pastor... ¡Un momento! Un vacío inesperado malogra la armonía del teatro de acciones. En la esquina del rey blanco falta una torre. ¿Puede ser posible? Indignado por esa azarosa ventaja que se me estaba dando, me levanto y voy en busca del coordinador para exigirle que complete las piezas antes de que empiece la refriega.

¡Craso error!

Minutos después, el alto y fornido encargado aparece con una efigie de sí mismo entre las manos y la coloca sobre el madero. Allí se le veía más grande y aviesa que sus compañeros de pelotón. ¿Han oído eso de que el aleteo de una mariposa en Japón puede desatar un huracán al otro lado del mundo? Esta es una confirmación de aquel dicho. Una pequeñísima variante desata una reacción en cadena que desbarata todo lo predestinado. Así, las maravillosas combinaciones que me darían la victoria esta noche se vieron trastornadas por la sola presencia de aquella sólida torre.

Aparece Julio Ernesto Granda pulcrísimo y sereno, me extiende cordial su diestra, abre con peón de reina e imperturbable continúa su ronda. No tuve tiempo de pensar cuando ya estaba encima de mí nuevamente. Luego de unas movidas mi “sesgo alfil” cae en una celada. Sudoroso recurro a lo que algunos llaman lanzadera, en busca de intercambiar todo lo que se pueda. Mas Granda, cada vez más grande, en cada vuelta me golpeaba contundente.

Pasada la décima jugada, un atrevido peón incomoda las filas enemigas, y Julio, acostumbrado a avanzar por las mesas cual Usaín Bolt de las partidas simultáneas, se demora frente a mí unos largos segundos que no pasaron desapercibidos por la multitud. Las celestes confabulaciones volvían a hacer lo suyo, pensé. Pocas movidas después, su crecida torre avanza al ataque sobre el peón que protege a mi rey enrocado. Ya lo veía venir, de nada sirven los azares cuando enfrente tienes a un genio.

Era cuestión de tiempo, mi rey será derribado por esa roca gigante. Herido ya en lo profundo de mi fantasía, lo mejor era abandonar, pero junto a mí, un niño de siete años todavía daba batalla. No podía ser posible. Me dediqué a aguantar los golpes lo mejor que podía. Dos jugadas después de que derribara al geniecillo de mi costado, caí a los pies de esa irrespetuosa torre que nada sabía de predestinaciones cósmicas.

Mi hermosa fantasía de una noche de verano se vino abajo cual torre de Babel. De modo semejante al Quijote en sus últimos días, debí resignarme al enorme peso de la realidad. Sin un fundamento descarnadamente lógico, las más caras ilusiones de un rústico aficionado no tienen la menor opción frente a un genio como Granda. Eso sí, nada mueve tanto el espíritu de un hombre como el anhelo de lograr lo improbable. 

domingo, 15 de marzo de 2015

Camanejos y palíndromos

Lo primero que sorprende al llegar a Camaná es que la gente no camine para atrás. Los camanejos son, pues, famosos porque “hacen todo al revés”. Quizás por esto se ha dicho que son expertos en versos cangrejos o palíndromos, palabras o frases que se leen igual de izquierda a derecha y viceversa. Según la etimología, palíndromo proviene del griego palin (de nuevo) y dromos (carrera), se refiere entonces a correr (o leer) de nuevo. La idea es llegar al final de la frase y volver a leerla en sentido contrario. Al final, se obtiene el mismo resultado. Por ejemplo: Dábale arroz a la zorra el abad.
También se ha dicho que los habitantes de Camaná no saben cantar la palinodia. Este término repite la raíz griega palin junto al componente oide (canto u oda), o sea que significa cantar de nuevo. Por extensión, se utiliza esta frase para señalar a quien admite su yerro o se retracta en público: “cantó la palinodia”. En otras palabras, se les ha endilgado a los camanejos el ser tercos, porfiados, testarudos sin excepción, que no se retractan. Sancho Panza los reconocería como sus familiares, pues, “todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares” [El Quijote, tomo 1, cap. 53].
Lo que tal vez no recuerden los camanejos es que sí es un par de siglos el tiempo que se los califica de cabezas duras o testarudos, que significa lo mismo según la etimología (la más chismosa del diccionario porque vive de meterse en la historia de las otras palabras).


Alguien que no tuvo la testa dura, allá por 1823, fue el padre Virrueta, quien terminó con la coronilla rota por el tremendo golpe de Pedro Pablo Rosel, el zafado arequipeño que se creía rey de los camanejos. Don Ricardo Palma hizo famosa esta anécdota en una de sus tradiciones más conocidas.
El tradicionalista de marras es uno de los más grandes propagandistas de la necedad de los pobladores de Camaná. Pero quien por ahora se lleva el título a primer divulgador del genio de los camanejos es el sacerdote Antonio Pereira Pacheco y Ruiz, nacido en 1790 en las islas Canarias y residente en lares arequipeños entre 1810 y 1816.
Fray Antonio cita en su Noticia de Arequipa una ya muy célebre comparación: “Se contempla a la gente de Camaná en su inteligencia y producciones como a los gallegos en España”. Dicho de un modo más patriótico, los gallegos son los camanejos de la madre patria.
Pereira Pacheco y Ruiz, aun siendo canario, no tuvo que cantar la palinodia con respecto a lo que escribió de los camanejos; y su libro, décadas después, le dio una mano a Palma para que este introdujera la infamante fama de los de la Villa Hermosa en la literatura peruana.
A pesar de la indecorosa publicidad de don Ricardo, en su autoridad se amparó, mucho tiempo después, José María Morante para argumentar en su Monografía de Camaná la vigencia y propiedad del gentilicio camanejo, que algunos querían cambiar por parecerles de terminación despectiva.
Morante alegó también que el remate –ejo es “másculo”, mientras que la terminación –eño “resulta algo femenil”. Además, no debieran inquietarse, dijo con sorna, pues tampoco lo hacen aquellos que se arrogan los gentilicios acabados en –ano, y puso de ejemplo a los moqueguanos, quienes por su terminación no se hacen paltas.
Eso sí, los camanejos sufrirán más de un revés cuando intenten hacer un palíndromo con su gentilicio o cuando busquen la etimología exacta de su topónimo. Sobre esto último, lo más “feliz e indocumentado” es creer que Camaná provenga de palabras cangrejas.
Una alegre posibilidad improbable es que el topónimo de la Villa Hermosa tenga relación con el antiguo nombre que se le daba a Cusco: Acamana. Este nombre fue ubicado por María Rostworowski en un documento del siglo XVI. No obstante, Guamán Poma de Ayala señala claramente que Cusco “primero se llamava la ciudad Acamama”.
Dicho topónimo, según César Delgado Díaz del Olmo, tiene también que ver con palabras anacíclicas, como llama a los palíndromos pues, dado que en el Tahuantinsuyo no había escritura, resulta un poco difícil creer que gustaran de ellos; sin embargo, Delgado demuestra que los incas sí los usaron en varios aspectos de la lengua (ver El inca mestizo, 2009, pp. 114-115).
Una hermosa palabra quechua palíndroma que podría hacer alusión a la fertilidad y al verdor del valle camanejo es kamamamak, que identifica a “los sembrados que están muy frescos los granos, verdes y fértiles” (González Holguín, Vocabulario de la lengua general de todo el Perú, 1609, p. 105). Aunque resulta complicado que dicho término haya derivado en Camaná. Otra posibilidad es que Camaná provenga de la unión de dos términos cangrejos: aca, “todo estiércol de persona o animal no menudo” (ídem, p. 3) y manam, “de ninguna parte” o “no, nadie” (ídem, p. 221). Con lo cual resulta el limpio nombre de Acamanam, que con el paso del tiempo se comportó como choro distraído, es decir, se fue robando hasta quedar reducido a Camana y luego derivó a palabra aguda.
El topónimo de la Villa Hermosa continuará en discusión. Y los camanejos, gusten o no de los palíndromos, seguirán siendo señalados como ingenuos y acusados de hacer las cosas al revés. Sin ellos tendríamos que importar gallegos, pero el chiste nos saldría caro porque solo los ofrecen en un lugar del mundo. Además, como están los tiempos, la misión de los ocurrentes camanejos parece imposible: hacer reír. Sin embargo, ellos, tercos, insisten.

domingo, 1 de febrero de 2015

Chicha, fermento de revoluciones

Revoluciones. “La confortadora chicha, en ocasiones, ha sabido hacer de los arequipeños heroicos leones”, decía don Ricardo Palma. Es cierto, muchos alzamientos del pueblo arequipeño se han fermentado entre “bebes” de chicha. Sin duda, los abuelos de nuestros abuelos se pasaban de revoluciones en las chicherías.

La chicha hoy. Esta emblemática bebida convertía a los arequipeños en temerarios y ardorosos defensores de los valores cívicos, tanto que llevó a reconocer a Arequipa como el “caudillo colectivo de la República”. Hoy no hay leones del sur, parece que los arequipeños de ahora se edulcoraron y espumaron por su preferencia por las gaseosas y por relegar a la chicha, leche de héroes, fermento de rebeliones.

Correo Arequipa, 3 de agosto del 2013.
Su primera fiesta. Ayer, cerca de las once de la mañana, un grupo de guapas “ccalitas” vestidas de cholas arequipeñas arribaron a la Plaza de Armas, afanosas iban contoneándose de aquí para allá. Organizadores, cocineras y colaboradores trajinaban en torno a las mesas acondicionadas para celebrar la Primera Fiesta de la Chicha. Era evidente que no lograrían tenerlo todo listo a la hora acordada, pero al menos contagiaban su entusiasmo.
A un costado del escenario levantado la noche anterior, la foto de un enrome “caporal” de chicha avivaba la sed de los curiosos. Al cabo de unos minutos, había un enjambre de personas afanosas por conseguir un boleto en una de las cuatro cajas dispuestas.
Allí estaban las más reconocidas picanterías ofreciendo sus mejores “jayaris”. Todo limpio, todo bien dispuesto. Salvo por la generosidad de sus platos típicos, las cocineras en nada se parecían a la de la gigantografía que estaba a un lado del estrado: anciana, matronal, de mandil raído y ollas tiznadas.

Chicha nuestra. Fue un gran evento, hubo rica comida (charquicán, loritos de liccha, etc.) y buena música (los íconos “Torito” Muñoz y Víctor Dávalos); un estupendo intento de revalorizar lo arequipeño, sin embargo, como dijo un anciano poblador de los que por allí pasaban, quizá recordando tiempos idos, esta fue una “fiesta hecha solo por ccalas”.

domingo, 25 de enero de 2015

El poeta de bronce

Varias personas lo rodearon, la cocinera insistía en que le pagara la comida; él se disculpaba porque había olvidado la billetera. “En un rato llega mi papá y le pago”, decía. Tenía 16 años y estaba en un mercado limeño en el que nunca antes había estado.
El barullo se hizo mayor, hasta que apareció un policía y le pidió que se identificara. Cuando dijo su nombre, "Luzgardo Medina Egoavil", la cocinera no pudo contener las lágrimas ni la vergüenza: aquel muchacho a quien cobraba un menú con tanto ahínco era el hijo que ella había abandonado en un lejano distrito de Arequipa cuando este tenía tan solo seis meses de nacido.
Soy yo. Luzgardo Medina a primera vista no parece un poeta; sin embargo, es uno de los más premiados que tiene Arequipa. Recientemente ha ganado por segunda vez el Copé de Bronce con su poemario Alegorías para un amor gitano y una carta para César Moro.
“Los concursos son una posibilidad para sacar la cabeza de ese mar inmenso de poetas y decir aquí estoy y esta es mi voz”, nos comenta.
Su rostro, surcado por algunas cicatrices que bien se camuflan como arrugas, también es de bronce; ese bronce amestizado del que están forjados la mayoría de peruanos. Lo encontramos en el bar de Paola, en la calle San Agustín, y regamos nuestra entrevista con varias jarras de pisco y unas cuantas lágrimas.
Vida, la mía. Luzgardo Medina nació en el hospital Goyeneche, pero a los seis meses, una tarde que la revive como si la recordara, su madre lo dejó al cuidado de Olinda Morán, su abuela paterna, que radicaba en Chuquibamba.
A los siete años regresó a Arequipa para vivir con su padre y Cira Adalguisa, “un amor de persona;  es mi madre cotahuasina”, dice y su grueso pecho se colma de emoción.
“A los doce años –nos cuenta mientras un vaso de ‘chilcano’ lo espera al borde de la mesa–, le robé a mi tío Manuel Medina Morán el libro de Walt Whitman, Hojas de hierba; ese es el primer libro de poesía que yo leí, fue una transformación total. Entonces fue mi ambición querer escribir de otra manera, ya no con simetría, sino hasta donde me diera el aliento, tratando de encontrar mi propia música interna”.
En 1981, cuando estudiaba Derecho en la Universidad Católica Santa María, publicó su primer poemario, La boda del dios harapiento. Luego vendrían los premios nacionales, más libros, reconocimientos fugaces y los olvidos. Se casó una vez hasta el divorcio, pero amó muchas veces. Tiene dos hijos varones que lo llenan de orgullo. En mayo de este año conoció de otros golpes en la vida: perdió a su padre. Desde entonces vive a la sombra de Celia Sanalea, su nuevo amor, un “milagro de agua purificante” para él.
“Yo supe la noche que estuvimos velando a mi padre que él también escribía poesía. Un señor al que mi padre llamaba Pajarito sin plumas, se acercó preguntándome '¿Sabías que tu papá escribía poemas? Y escribía con un seudónimo: Sadinoel'. Entonces recién supe de dónde me venía esa vena. Usé el mismo seudónimo en este último concurso. Es Leonidas escrito al revés; mi padre se llamaba Leonidas”, nos explica. 

Poeta y otros oficios. Luzgardo Medina, desde hace varios años, se dedica a promover la cultura y el cuidado del medio ambiente. “El poeta no va a salvar a la humanidad, el poeta es solo un libre pensador”, reitera antes de despedirnos.