sábado, 28 de enero de 2017

Los camanejos en la obra de Vargas Llosa

Cuando los cadetes del Colegio Militar leían las novelitas eróticas del Poeta en La ciudad y los perros, una pregunta asaltaba sus pensamientos: ¿Eran verdaderas aquellas historias? Quienes alguna vez mostraron un cuento a los amigos, probablemente, tuvieron que responder preguntas similares. Uno recrea anécdotas que nunca vivirá en el mundo real solo por el gusto de sentir que en la ficción las puede vivir.

¿Qué motivaciones habría en tu interior cuando hablabas de los camanejos, Varguitas? ¿Por qué siempre los presentabas con una carga negativa? ¿Qué arreglo con el mundo real querías lograr? ¿Qué deuda impaga tenías con tu excompañero Guillermo Velando, el camanejo amante de su pueblo? ¿Por qué en tu obra La señorita de Tacna hiciste a tu abuelo Pedro ultrajar a una india de Camaná?

Marito, tú conociste el mar en Camaná, en su playa te zambulliste por primera vez cuando de niño hacías el viaje de Cochabamba a Piura. Aunque la experiencia no fue buena pues un cangrejo te atacó y, engreído como eras, lloraste sin parar. Lo cuentas en El pez en el agua. Eso te sentías, un pez, ya te habías reconciliado con el mar en Piura y en Lima, cuando fuiste el Miguel de tu cuento “Día domingo”, aquel muchacho que reta al machito del barrio miraflorino a lanzarse por la rompiente y nadar hasta la reventazón. Todo por una hembrita. Allí qué valiente, qué gran nadador enfrentando al mar oscuro fuiste, Marito.

Volvamos a lo nuestro, los camanejos. Pobre india que no será una india aquella de la que abusó tu abuelo Pedro. ¿Y los Saíd que serán los prósperos Díaz, conocidos hacendados de principios de siglo XX en Camaná? Con ellos trabajó tu abuelo, en su hacienda conoció a Asunta Pastrana y en sus chacras, cuando caía la tarde, parapetados detrás de un bordo, se amaban con pasión.

Esa es tu verdad de las mentiras, Varguitas, tus críticas conciliaciones con la historia y la realidad. ¿Quién no desea construirse una realidad mejor de la que vive? Esta también es una prueba del mismo anhelo. Un acercamiento a personajes de novela que nadie más reactualizará, no hay motivos, no son complejos como el Jaguar o Lituma que merecerán ensayos y nuevas ficciones, en cambio los que aquí aparecen solo alcanzaron esta pequeña memoria recreada por la azarosa circunstancia de ser paisanos.





















Guillermo

Se acercaban los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y solo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando estos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.” (La tía Julia y el escribidor, capítulo XI)

¿Sabías acaso, Varguitas, cuando pergeñabas estas líneas, a tus treinta años, la trágica historia de tu antiguo compañero de universidad? Quizá deseaste rendirle un pequeño homenaje al provincianito que se te adelantó en tener claros sus afanes políticos. ¿Tú no los tenías en ese tiempo, Varguitas?

Mira no más, todo un señor abogado, qué orgullo, pues, hijito. Doctor Guillermo Velando, doctor Velando. Y volviste a tu tierra, no llevabas el cartón bajo el brazo, no, lo exponías delante de ti. El título de abogado te precedió, llegó a las reuniones familiares antes que tú, que estabas aún en San Marcos, llegó a la vereda de la esquina donde los hombres del campo tomaban el fresco de la tarde y chismeaban sobre los buenos hijos de la tierra, los buenos hijos, Guillermo, que acabaron enloqueciendo de amor por una pampeñita de caderas macizas y naricilla coqueta, los buenos hijos que querían tanto a su provincia que abandonaron la hermosa promesa de una brillante carrera de Leyes y volvieron a ella para ser su alcalde, para convertirla en una ciudad próspera, pero también regresaste, Guillermo, por esas pantorrillas blancas con las que soñabas en la soledad de tu cuarto cerca de la Plaza Dos de Mayo, en Lima.

Mira nada más, Guillermo, cómo enloqueciste por esa pelandusca que se metió con el zambo que cuidaba los campos de frejol de tu tío Roberto Mogrovejo. Por esa, hijito, llorabas, por esa que la sorprendieron cuando la choza se venía abajo con sus gritos. ¿Y el zambo? Ese negro asqueroso. Mira que preferir a ese bandido en lugar de a ti, todo un abogado, todo un brillante universitario que ayudó a aprobar los cursos a ese escritorcito del quien ahora todos hablan. Precisamente ese espíritu colaborador, comunitario, te impulsó a volver a tu pueblo, a batallar por su progreso. Eso decías siempre; sin embargo, también te trajo de vuelta a Camaná el cuerpo joven y firme de la muchachita con quien pensabas casarte, Guillermo.

Era agosto cuando la tragedia te alcanzó primero a ti que al zambo. Las matas secas de frejoles blanqueaban en medio de la noche arrancadas y puestas en fila alrededor de la huaracha, caminaste por entre ellas pisando firme, convencido de que las chambas del terreno callarían tus pasos. De noche, en qué pensabas, Guillermo, de noche y con un machete. Tú contra un cuidante que no sabías que estaba armado. En el cielo algunas nubes tapaban y destapaban la hoja filuda de la luna menguante. Y tú, el inteligente hijo de don Mariano Velando Aguilar, el bueno de Guillermo, caíste seco después de que un disparo rompiera el silencio nocturno, caíste con el pecho abierto, ese pecho en el que guardabas tantas promesas bonitas para María Teresa Villar Herrera y que ese negro al que ibas a matar te destrozó atravesándote una bala de lado a lado.

Te confundió con un ladrón, eso se dijo en los juzgados, pero todos sabían que era por la Teresa. Luego en los periódicos, Camaná llora muerte de joven doctor. Y en Radio Líder, Disparo de Félix Zamudio Huayhua, 32 años, mató a dilecto hijo de la Villa Hermosa. Y un par de años después apareces en este pasaje de la novela de Varguitas. Qué buen estudiante eras, Guillermo; qué buen abogado hubieras sido si no volvías a tu tierra, a tu querida Villa Hermosa y te quedabas en Lima; que gran alcalde hubieras sido, Guillermo, si no te encamotabas hasta los tuétanos, socito.

Sophia Loren en La CioCiara de Vittorio de Sica, 1960.


Elvira y Asunta

“ELVIRA: Pero es el mejor confesor que conozco. ¡El Padre Venancio! Qué facilidad de palabra, a una la envuelve, la hipnotiza. Padre Venancio, por culpa de esa india de Camaná y de esa maldita carta, he cometido pecado mortal.” (La señorita de Tacna, acto II)

Esa carta de la que hablas, Elvira, no era la más fogosa ni la más extensa que Pedro envió a su esposa Carmen. Pero fue la única que leíste a escondidas y te escandalizó lo que decía allí. No te arrepientes de haberla leído, te culpas sobre todo porque se te encendieron las entrañas al saber lo que Pedro le hizo a esa india camaneja, en el suelo, como animales. Ese fue el pecado mortal que le confesaste al padre Venancio, Elvira, el deseo de que fuera Pedro, el marido de tu prima, quien sofocara tu vientre con cierta brutalidad.

Ahora voy a administrar la hacienda de los señores Saíd, en Camaná –dijo Pedro para convencerte, Elvira, de que vayas a vivir con ellos, los recién casados–. Vamos a sembrar algodón. En unos cuantos años tal vez pueda independizarme, comprar una tierrita. Carmen tendrá que pasar largas temporadas en Arequipa. Usted la acompañará. ¿Ya ve que no será una carga sino una ayuda en la casa?

Solo por eso te dejaste persuadir. Viven ya un año en Arequipa en la casa del Vallecito, junto al río Chili. Carmen y tú se llevan siempre bien, fueron como hermanas toda vida. En Tacna vivieron juntas desde niñas y ahora en Arequipa tú la acompañas mientras su esposo Pedro trabaja en las haciendas de Camaná. Y aquella tarde cuando vio llorar a Carmen, Elvira buscó por pura curiosidad la carta motivo de esas lágrimas, la halló y se encerró en el baño. Sentada sobre la tina empezaste a leerla. Pedro le confesaba que le había sido infiel con una camaneja.

El nombre de ella no importa. Es una infeliz, una de las indias que limpian el albergue, un animalito, una cosa. No me cegaron sus encantos, Carmen. Sino los tuyos, el recuerdo de tu cuerpo que es la razón de mi nostalgia. Fue pensando en ti, ávido de ti, que cedí a la locura y amé a la india… Sin dejar de leer, Elvira juntó las piernas, colocó su delicado pie detrás de su tobillo y pasándose la mano se acomodó la larga falda de tal manera que algunos pliegues quedaran aprisionados entre sus muslos.
 
Sentiste, Elvira, cómo ese calor desconocido entraba en ti y subía, humedeciéndolo todo, hasta tu vientre. Acercaste más la carta doblando los codos, sentías cómo la presión de tus brazos sobre tus costados parecía inflamar tus pechos. Ni por un momento pensaste en Joaquín, el oficial chileno con quien te ibas a casar en Tacna; sino en Pedro, en su cuerpo sobre esa india. Y, en mis brazos, ese ser chusco lloriqueó de placer.

Tú por un momento eras esa india camaneja con quien Pedro engañó a Carmen. Querías ser tú esa mujer sometida a una fuerza salvaje e incontrolable, deseabas sentir en tu cuerpo virginal el ímpetu de otro cuerpo joven y viril que te saciaba y desesperaba. Ese es tu pecado mortal, haberte excitado con la brutalidad de Pedro sobre esa trabajadora de la hacienda de los Saíd que él administraba.

Lejos estabas, Elvira, de saber la verdad sobre esa india de Camaná. Mi madre no era india, sobrino, fue una mujer criolla que trabajó para los hacendados Díaz. ¿Por qué en la obra La señorita de Tacna escribiste Saíd en lugar de Díaz? ¿Por qué ese anagrama, Varguitas? ¿Para ocultar tal vez la verdad sobre el loco amorío de tu abuelo Pedro Llosa? ¿Por eso tampoco nombraste a esa mujer? El nombre de ella no importa. Es una infeliz, una de las indias que limpian el albergue. Claro que el nombre de ella importa. Asunta Pastrana Ochoa, casada, con dos hijos por entonces, pero con un cuerpo endiablado y una boquita que hacía delirar a tu abuelo, Varguitas.

Sobre la señora se ha dicho que era buena hembra, que bien chambeadora era y que tuvo tantos hijos como maridos. Pedro enloqueció por Asunta, sin embargo, amaba a su mujer y en cada carta describía con vivo realismo las nuevas formas de amar que deseaba vivir con ella. Nunca pudo, su amor era limpio, honesto. En cuanto la veía sentía ganas de protegerla, de amarla con ternura, la dulce Carmen. En cambio, con esa “india” cómo deliraba, cómo contra los bordos de las chacras, alzando faldas y enaguas, se dejaba arrastrar por un fuego bestial. ¿Qué hubieras dicho, qué hubieras sentido, Elvira, al leer esas otras cartas? O tal vez sí las leíste y nunca lo confesaste.

La lettre, Delphin Enjolras.

domingo, 2 de octubre de 2016

Accidente


Antes de irme, me quedé un rato viendo los eucaliptos, débiles rayos de sol traspasaban su ramaje. Detrás de ellos, el cielo se hundía encarnado sobre el horizonte. Leí por última vez las tres líneas de su vida grabadas en el mármol. “Amado hijo” era una frase que resonó dentro de mí como en una habitación vacía. Quise rezar, pero la única oración que me acordaba no parecía hecha para estos momentos.

Un viento frío movía los altos árboles y esparcía su aroma por el campo. Eché a andar bajo su sombra hasta alcanzar la vereda empedrada, entonces los aspersores del jardín comenzaron a funcionar. Me detuve a ver los pequeños arcoíris que formaban las partículas de agua suspendidas en el aire. Otras, diminutas, eran lanzadas por el viento contra mi rostro y me provocaban la sensación que crea el paso de la sangre hacia un músculo adormecido.

Continué andando. No dejaba de pensar en el avioncito azul que colocaron junto a las flores. Seguramente quería ser piloto. Aunque los niños olvidan pronto lo que sueñan ser. Recuerdo que yo quería ser profesor. Mi padre me había regalado una pizarrita acrílica en la cual le enseñaba los números y las letras a Nury. Ahora ella estudia Arquitectura y yo terminé siendo abogado. También hubo un tiempo en que quise ser músico, fue hasta antes de salir del colegio. Una tarde, cuando solo faltaban semanas para la clausura escolar, mi padre se sentó a hablar conmigo, como él dijo, de hombre a hombre. Después de esa conversación abracé cada vez menos la guitarra y me dediqué más a los libros preuniversitarios.

En el lindero opuesto al de los eucaliptos hay un muro bajo que permite ver el primer piso de las casas aledañas. Nunca antes había venido por esta parte de Arequipa, leí en el diario que el entierro sería en este lugar. Desde laderas como esta, el panorama de la ciudad se mira caótico y mudo. 

Esta es una de las pocas veces que salgo del cercado de Arequipa. Mi trabajo y mi casa quedan allí. Llevo más de un año en el bufete Rodríguez, el doctor siempre se ha mostrado satisfecho con mi trabajo. Cuando no almuerzo en casa, me invita a una de las picanterías de la plaza España. Luego de unas cervezas, y como para que me sienta orgulloso, me repite que lo vea como un padre. Creo que en cierta manera confía en mí. Ayer domingo, el doctor me llamó al celular y dijo que me “apersonara” a la comisaría de Palacio Viejo. El señor Juan Carlos Iriarte, hijo de un cliente, había chocado en su auto, él no podía ir porque estaba en medio de un “asuntito”. No te hagas líos, dijo antes de colgar, solo es para meter presión.
Cuando llegué a la comisaría, el señor Flórez daba su declaración sobre el accidente. A su costado había una mujer que no dejaba de sobarse la muñeca derecha; en comparación a Flórez, parecía malhumorada. Iriarte estaba sentado al fondo de la oficina; sus ojos, detrás de unos pequeños e impecables lentes de medida, me observaron fijamente hasta que le extendí la mano. Vengo de parte del doctor Rodríguez, dije. Me miró un segundo y luego hizo una mueca cerrando los ojos como si de pronto el vuelo de una mosca lo hubiera rozado.
Mientras Iriarte me contaba lo sucedido con una voz que apenas oía, sonó un celular. La mujer que acompañaba a Flórez buscó entre su cartera, utilizaba solo la izquierda, en tanto que mantenía la otra en el aire. Daba la impresión de que la tenía un poco hinchada.
–¿Quién es ella?, pregunté a Iriarte.
–La hermana –respondió–. La esposa está con el niño en el hospital.
La vimos contestar el teléfono y cuando iba a preguntarle a Iriarte por la edad del niño, la oímos llorar. ¿Qué dices?... No... ¿Cómo puede ser?... No...

Flórez volteó hacia ella y se puso de pie de un salto. ¿Qué pasa? ¿Qué?... ¡Miguelito!... Flórez le arrebató el celular. ¿Qué pasa?, volvió a gritar, ¿qué dices?, luego se calló un instante, volvió a sentarse, esta vez de manera brusca, puso un codo sobre el escritorio que estaba cerca y con la mano se sostuvo la frente, mientras con la otra mantenía el teléfono a la altura del oído. Lloraba.

La mujer, que por un momento tuvo las manos en cuenco tapando parte de su rostro, acometió de repente sobre nosotros. ¡Asesino! ¡Es el asesino! ¡Asesino maldito! Un policía intentó contenerla, pero ella lo esquivó. Venía contra Iriarte. Sentí que mi corazón se agrandaba y aceleraba. Sin embargo, el policía la alcanzó y pudo, finalmente, contenerla, aunque no dejó de gritar y luchar hasta que la sacaron del lugar.

Hoy llegué tarde a trabajar, me excusé diciendo que los lunes son siempre pesados para levantarse. Al mediodía, el doctor Rodríguez me llamó a su despacho para preguntarme sobre lo sucedido. Está bien, muchacho –dijo quitándose un peso de encima–. No había que hacer más.

Después del almuerzo no tenía ánimos de regresar al trabajo, le pedí a mi madre que me disculpara por teléfono. Acaso no sabes cuántos desean estar en tu lugar, recriminó. Le rogué que por favor lo hiciera y me fui al cuarto. Estaba encaramado sobre una silla, intentando bajar mi guitarra de encima del ropero cuando, de pronto, entró mi padre. Por voltear a verlo, la silla tambaleó y tuve que saltar con torpeza. Caí inclinado delante de él. ¿Cómo es eso de que no irás al trabajo? Ya incorporado, lo vi en silencio por un segundo, luego agaché la mirada y le dije con una voz que me salió suave: Sí voy a ir.

Ya no podía quedarme en casa. Salí diciendo que iría a la oficina. Fue entonces cuando decidí venir hasta aquí. Pero al llegar no tuve el valor para acercarme, la idea de encontrar a aquella mujer me desalentaba. Se oía que algunos entonaban una canción cristiana. Solo de vez en cuando el ruido de un automóvil a velocidad cortaba el espacio y silenciaba las voces del ruedo. Desde mi lugar veía cómo trataban de reanimar a la madre. El señor Flórez lloraba abrazado de un hombre muy parecido a él. Unos niños uniformados correteaban junto a los eucaliptos.

Mientras el círculo de gente se disipaba, alcancé a ver a dos hombres colocando las últimas coronas. Luego de que todos se marcharan, me acerqué. Entonces vi, en medio de las coronas de flores, el avioncito azul. Sentí un dolor frío en las articulaciones de los dedos cuando rocé la placa con su nombre para persignarme. La tarde aún es clara, desde aquí puede verse la pendiente atiborrada de casas bajando suavemente hacia el centro de la ciudad, hacia donde debe estar el río. Al otro margen, las casas vuelven a elevarse hasta las lomas del sur. En la parte alta del volcán, donde se nota un poco de nieve, los últimos rayos del sol enrojecen. Acaba de cruzar un panteonero con una radio de bolsillo en la que suenan los acordes de un huaino delgadísimo y triste. Siento latir mi pequeño corazón. Todavía no puedo volver a casa… y creo que mañana no iré a trabajar.

viernes, 5 de agosto de 2016

La pequeña muerte*

Je ne vais pas toujours seul au fond de moi-même
[Yo no voy siempre solo al fondo de mí mismo]
Jules Supervielle

I

Cuando desperté no había dos cabezas cercenadas en mi cuarto, como en una novela de Mailer, pero sí tenía una herida latiendo en la mano. Me bañé, restregué bien los codos, el pecho y el cuello. Me puse la ropa más limpia. Corté una media blanca y me envolví la izquierda. La gente suele tenerle miedo a las personas grandes y morenas como yo, es más evidente cuando lleva uno la mano vendada a la altura del pecho, mostrándola como una herida de batalla. Lo primero que hice en la calle fue llamar al Cholo. Cuando te saqué de mi casa, te fuiste tranquilo, me dijo. No había otra que regresar a las partes del Callao que recordaba. Deseaba saber por qué tenía un corte y mi ropa había quedado rasgada y llena de sangre. En Bellavista, frente al club de tiro, me asaltó el primer recuerdo. Me vi apoyando la derecha en la pared mientras regaba el mural del Cantante. Luego me recordé saltando el parapeto a la orilla de la mar brava, escondiéndome no sé de qué. Caminé por la avenida Guardia Chalaca sin dejar de forzar mi memoria. En la esquina donde doblan las combis que van a La Perla compré una botella de agua. La muchacha de la tienda me quedó mirando tras darme el vuelto. Quizá anoche vine y le coqueteé o quizá le dije algo grosero. Vestía una cafarena negra ajustada, sus senos, enormes y redondos, merecen una metáfora, una obscena que los compare con frutas dulces y blandas. Otro recuerdo, una mujer gritando. Una mujer guapa gritándome. Qué será.

Fui hasta el mar, por la costanera pasaban muchos autos a velocidad, seguro que anoche no hubo tantos. Del otro lado de la pista, más allá del parapeto, rompían las olas, pequeñas y sucias. No hay arena, millones de guijarros son lamidos por unas aguas plomas. Con la mano herida me puse un cigarro en la boca, con la otra acerqué el encendedor. Al fondo, desde el horizonte, se eleva una gran masa de vapor, parece una ola gigante decidida a tragarse el continente. Por qué me había escondido. Seguí con la mirada las ondulaciones de la orilla hasta topar con el cadáver de un pelícano, por las costillas se veía su interior podrido. El pico paleozoico me hizo recordar cómo fue hecha la herida. Un tipo bajó de su auto y me quiso despanzurrar con un cuchillo. Yo lo contuve y con la derecha le di un golpe en el rostro, cayó y lo pateé. Por qué. Allí estaba la mujer, también salió del coche. Me gritaba. Yo corrí media cuadra hasta la esquina y volteé a ver. Seguía gritándome. El hombre ya se incorporaba.

Lancé una colilla hacia el mar, no llegó, la vi apagarse entre las piedras húmedas. Caminé junto al muro de contención en sentido contrario al tráfico. Por aquí no estuve ayer. Fue más atrás. Giré, y los autos adelantándome a velocidad me trajeron otra imagen. Corría desesperado. Mucho como para huir de una mujer histérica. Corría. Corría fuerte. Luego sentí el claxon detrás de mí antes de llegar al parapeto y saltarlo. Ahí estuve, con la espalda pegaba a la pared, viendo un mar oscuro frente a mí, hasta que sentí frío y saqué la cabeza para ver si ya había pasado todo. Pero qué.

El Cholo me sacó de su casa porque me puse faltoso con su mujer y su hija, como cada vez que me emborracho. Vino hacia donde yo estaba sentado, me agarró del cogote y me dijo que era hora de irme. Soy más fuerte y alto que él, pero no es bueno meterse con el Cholo. Cerró la puerta de su casa y yo caminé buscando un cigarro entre mis bolsillos. No tenía ninguno. Fui hasta la avenida, vi la tienda abierta y entré por unos. La muchacha de la cafarena estaba pintarrajeada como prostituta. Luego de que me diera la cajetilla a través de la reja, le pregunté cuánto cobraba. Igual que tu vieja, maricón, me respondió. Abrí la cajetilla frente a ella, me eché un cigarro a la boca, saqué el encendedor, puse en cuenco la mano para que el viento no mueva la llama y aspiré hondo. La muchacha me miraba desafiante. Eres una mujerzuela barata, le dije y me fui. Cuando al girar expulsé el humo, me sentía guapo, machito.


Caminé siguiendo la avenida hacia La Perla, no iba a casa. Después me metí por una calle oscura. No sé cuál. Allí estaba el auto estacionado. Al pasar junto a él noté a la pareja. Me acerqué al vidrio y miré que se besaban, la mujer le agarraba la entrepierna al del volante. Golpeé la ventana y grité ¡Puta! Empecé a reírme fuerte. Antes de seguir mi camino balanceé la carrocería del auto empujándola desde el techo. Para mí era gracioso. El tipo salió con su juguetito filudo. Le pegué y me fui corriendo. Desde la esquina le volví a gritar a la histérica. Ya no los vi porque tomé la otra calle. A dos cuadras, mientras sacudía y empuñaba la mano herida, me encontré con lo que después me haría huir. Como suelen decir, me topé cara a cara con mi destino.


Esbozo de la primera ilustración de La pequeña muerte
Página de El Pueblo en la que apareció
este fragmento de La pequeña muerte.

*Fragmento de una novelita inédita publicado el 2 de agosto de 2016 en el diario arequipeño El Pueblo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Nobel en el amor

Abrir el diario y leer la noticia de su propia muerte fue para Alfred Nobel un hecho explosivo. Así como el Big Bang (el Gran Estallido) dio origen a nuestro universo, aquella necrológica provocaría el destello a partir del cual se originarían los Premios Nobel.

Aunque el hecho es de por sí espantoso, al inventor sueco le conmovió más que en el texto lo tildaran de “mercader de la muerte”. Por eso decidió donar, tras su verdadero deceso, gran parte de su fortuna al reconocimiento de los mejores exponentes de las ciencias, la literatura y la lucha por la paz.

En commons.wikimedia.org.
Alfred Nobel, debido a su dedicación a los negocios y su vocación por la investigación, nunca gozó del lazo matrimonial. Cuentan que en el amor él era tan tímido como en la guerra temido su invento (la dinamita). 

En cierta ocasión, cuando le pidieron que escriba su autobiografía, señaló entre sus virtudes el no representar una carga para nadie. Sin embargo, él sí tuvo muchas, y no solo de explosivos. 

Una de ellas se llamó Sofie Hess, joven ayudante de florista con quien mantuvo una relación durante 15 años y a quien brindó lujo y prestigio hasta que ella declaró que estaba embarazada de otro hombre; con eso a cualquiera le dan ganas de andar reventando cosas en el laboratorio.

Sofie se aprovechó de él hasta después de muerto. No obstante su separación, ella seguía escribiéndole para pedirle dinero y, tras el fallecimiento de Alfred, vendió gran parte de esa correspondencia a buen precio.

Antes de conocer a Sofie, el millonario inventor contrató como secretaria personal a Bertha Kinsky, quien no le dio la mínima posibilidad de ser la señora de Nobel, pues cuando Alfred ya se entusiasmaba con su presencia, Bertha huyó de la ciudad para casarse con Arthur von Suttner. Andando el tiempo, Bertha llegaría a ser una señora de Nobel pues le otorgaron el Premio Nobel de la Paz en 1905.

Al final de sus días, Alfred se convirtió en un viejo solitario, aquejado por males cardiacos que llegaron a ser tratados –menuda ironía– con nitroglicerina. Pero a esa edad, por más aislado que esté, un corazón cargado es muy peligroso. Rodeado por su médico y sus criados italianos, murió de un fulminante infarto en 1896.

lunes, 3 de agosto de 2015

El sueño de un dios dormido. El tiempo en el último poemario de Luis Chambilla

En Sobre el espíritu universal que mueve al mundo, el poemario póstumo de Luis Chambilla, existe un aliento metafísico, una preocupación ante lo inexorable. A media voz el yo poético lucha contra el tiempo y la movilidad. Sabe que la batalla está perdida si tiene que librarla en el campo de las sensualidades. Por eso debe “abandonar en la playa [su] viejo caparazón de cangrejo muerto”. Por eso el suyo no es el imperativo “carpe diem”, sino un estoicismo místico.

Amo el instante en que el mundo ancla y se detiene
y yo me detengo en él mientras se disuelve la torpe armadura.
(Manifiesto, p. 14)

El cuerpo (la torpe armadura) solo estorbará en esta lucha contra el veloz Cronos, aliado del infalible Tánatos. No hay en Chambilla el hedonismo horaciano, ni la preocupación por el vertiginoso marchitar de la carne que sentían los poetas áuricos. No le inquieta el deleite sensual (entiéndase de los sentidos), como a Góngora cuando trata el tópico “carpe diem” en el soneto en que declara goza cuello, cabello, labio y frente. Lo suyo está más cerca de las tribulaciones metafísicas de Quevedo sobre la imbatibilidad del tiempo (que ni vuelve, ni tropieza) y su asociación con la muerte (sepultureros son las horas). Sabedor de que la existencia del tiempo es la muerte; de que, como en el cuadro de Goya, Saturno se alimenta de sus hijos, el yo poético reclama

Que se detengan los relojes y amarren por su cabellera al inquieto viento.
Que en la garganta del perro se congelen de golpe sus ásperos ladridos
y en lo alto, el vuelo de las aves sea solo un conjunto de nubecillas paralizadas.
(Manifiesto, p. 13)

Por supuesto, aquello solo se logra violentando el orden de lo conocido (que amarren…, de golpe…). Mas la muerte siempre ronda, y aunque el poeta siente que está cerca, nunca se sabe cuándo saltará sobre él, jamás se adivinará el momento en que nos segará la dama oscura, pues el hombre solo es

un saltimbanqui con los ojos cerrados sobre la cuerda floja
disfrutando su paso sonámbulo.
(Manifiesto, p. 14)

Ante este viejo problema, el poeta encuentra una solución, halla un paliativo para sus ansias. Distingue entre el tiempo físico, real, cruel e irrefrenable; y el tiempo espiritual, virtual, compasivo y maleable. Frente a aquel todo está perdido; pero en este último todavía caben esperanzas. Por eso deja que el primero consuma su cuerpo (su torpe armadura), mientras sus pensamientos, su espíritu, sus representaciones de la vida habitan el otro espacio, aquel donde, como en los aparatos de video modernos, puede hacer pausa y pedir que le pongan “música, por favor, pero música con acordes de violines” (p. 14).
Chambilla es consciente de que durante la vida del cuerpo los minutos son una sucesión apresurada; no obstante, resulta también un devenir encajado entre dos eternidades. La infinitud antes de nacer no le interesa en este poemario, es la perpetuidad después de la muerte lo que atiende. Aquí la movilidad de los elementos es más pausada. Aquí, en la infinidad del Hades, puede agrandar un

… segundo y que sea minuto, hora, eternidad; la suma de todas las edades.
(Manifiesto, p. 14)

“El sueño es hermano de la muerte”. La búsqueda de quietud solo es posible en lo onírico, pues, como sentenciara Antonio Machado, “en los sueños no hay mañana, es todo ahora”. Así declara

Dejen que desaparezca y me integre al espíritu universal que moviliza al mundo
entonces seré un átomo feliz en el sueño de un dios dormido.
(Manifiesto, p. 14)

Su cuerpo es ahora polvo astral, parte del fluido sutil e imponderable del que está hecho el cosmos. Pero que, a diferencia del barro sensitivo que fue, su tiempo es eterno, calmo, quieto; pertenece a un dios perfecto, detenido, en reposo; pues, el movimiento es cambio, imperfección, tiempo físico. A partir de esto podría aventurarse una relectura de la infinitud del universo no como un gran conjunto de átomos, sustancias físicas que pueden dividirse y que reaccionan ante la presencia de otros; sino como sustancias metafísicas indivisibles, mónadas sin partes, pero parte del todo universal.
Cuando el poeta reconoce el carácter de la magnitud devoradora de hombres, declara

Uno busca una patria para su corazón
con la conciencia de la brevedad de tiempo para ser feliz
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

y emprende el último viaje por el espacio de sus recuerdos, queriendo abarcar todo lo vivido

Nada me importa más que ir con el alma extendida a los cuatro puntos
y con los sentimientos intactos cosechar el caos de sonidos y colores
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

Su ansia de quietud lo lleva paradójicamente hacia el mar. Esta creación que nunca descansa, siempre moviéndose, es el sitio de su memoria, allí puede detener el ritmo de la vida o acelerarlo. Es frente al océano donde querrá parar la marcha de lo indetenible. Allí le asaltan figuras en movimiento: los pájaros, los peces, las olas. Allí el poeta se debate entre la movilidad y la calma

Escucho el canto de las aves migratorias que se alejan
y yo deseo que alguien me regale un par de alas o un globo aerostático
o que por encanto me arrastre el viento cuando abra la ventana
(Agosto, una mañana, p. 19)

Esas ganas de pasearse por el mundo “encaramado a un copo de algodón” (p. 19) contrastan con su deseo de reposo
Me detendré un instante, bajo el ardiente sol del mediodía
[…]
Yo amaré por siempre estos breves instantes en que yo me detengo
y el mundo se detiene a observarse conmigo
(Bajo el ardiente sol del mediodía, p. 21)
Antes de la última migración de su yo celeste, otra vez como si alguien manejara un moderno aparato de video o blandiera una herramienta de fijación, pide

Que el paisaje sea un tapiz donde descanse mi diáfano cuerpo
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

La idea de que el tiempo, al detenerse, también fija el espacio como un telón o pintura de fondo vuelve sobre él con entusiasmo

Y yo celebro la eternidad de este instante que mora en mis ojos.
Soy el milagro de un pintor desconocido.
(Paisaje nocturno, p. 24)

Al fin, ha comprendido su viaje, la migración que va de la dimensión física a la dimensión celestial, cósmica e infinita.

y como un espíritu satisfecho volverme etéreo y transparente.
(Sobre el tiempo para la felicidad, p. 22)

“Si las puertas de la percepción se purificaran –dice William Blake–, todo se le aparecería al hombre como es, infinito”. Con qué ingenuo y temerario designio puede uno resistirse a comprender un infinito siempre en movimiento. Luis Chambilla lo sabía muy bien, sin embargo, en su último poemario nos lleva a pensar que si infinito, entonces eternidad, y esta, finalmente, quietud; nada se mueve en lo eterno.

Cuando escribía estas sus últimas líneas, Luis Chambilla sabía que su cuerpo enfermo pronto expiraría, no podía hacer nada para contener las sepultureras horas, salvo plantear la existencia de una magnitud paralela al tiempo humano, un espacio regido por un dios dormido, en reposo, por eso eterno. Allí, en el sueño, todo está sucediendo y aun así todo está detenido. Chambilla –para decirlo desluciendo un verso de Wallace Stevens– hizo de la quietud parte de la mente, parte del significado del todo, el acceso a la perfecta comprensión de las páginas escritas, es decir, del fin de la vida.

lunes, 22 de junio de 2015

La alcancía de doña Macrovia

Cada vez asisto menos a presentaciones de libros (si un libro es un mundo, a mí me gustaría descubrirlo, no que me lo presenten). Dicen que uno debe elegir sus lecturas como escoge a sus amigos; yo tengo varios libros a los que solo me los han presentado.
Con tantos jóvenes ingenios escribiendo, Arequipa debiera ser la ciudad con más agudeza literaria, pero literal y literariamente no tiene nada de aguda, porque está grave.
He oído decir en cada uno de esos eventos cómo el libro presentado ha innovado la literatura “local, nacional y, por qué no, mundial”. Son tantos los que pasan por innovadores, revolucionarios y vanguardistas que lo más atrevido es no ser revolucionario. En su afán de superar todas las vanguardias, los escritores locales se olvidan de echarle una miradita a la tradición.
Don Mariano A. Cateriano.
Mariano Ambrosio Cateriano, el más nombrado de los tradicionalistas locales, publicó en 1881 Tradiciones arequipeñas o recuerdos de antaño. A pesar de que sus críticos han destacado sus trabajos historiográficos, ese conjunto de narraciones constituye lo más interesante y original de su obra.
Uno de los relatos de aquel libro titula La alcancía de Doña Macrovia, y no solo es una demostración de que Cateriano hizo correr la pluma con donaire, sino que es también en nuestro medio el antecedente más remoto de una “moda vanguardista”. Juego tipográfico o caligramas narrativos, llámenle como prefieran, el hecho es que ciertos narradores y ensayistas locales que actualmente lo practican sostienen la vana presunción de ser innovadores, como si eso solo bastara para crear un texto literario.

Al inicio del relato, Cateriano intenta describir a la protagonista sin seguir el orden de los renglones, colocando por aquí y por allá las palabras y situando mayúsculas, paréntesis, cursivas y llaves a capricho, todo para demostrar que doña Macrovia de Colmenares y Escobedo era “tan exótica como la ortografía con que va escrito este preludio”.
En realidad, los juegos tipográficos no son exclusivos de esa tradición, también aparecen en otras de Cateriano, pero es en La alcancía de doña Macrovia donde es más arriesgado.
Los acérrimos seguidores de esta moda (actual y vanguardista, recordemos) recibirían con un signo de interrogación dibujado en su rostro la noticia de que ya muy entrado el siglo veinte, Alfredo Arispe, otro narrador paisano nuestro, también aplicó este tipo de recursos, en su cuento Alma de Pólvora, por ejemplo.
Hasta aquí podríamos alegar que esos caligramas son desusados en el siglo XIX (digamos un fecha, 1881) y por entonces podían tildarse de original e innovador. Todavía pasado media centuria, cuando a las estudiantes de mecanografía les encargaban dibujitos en Olivetti, al estilo del Poema en forma de pájaro de Jorge Eduardo Eielson, podía favorecerse a los versos destinados a producir un efecto plástico con la etiqueta de vanguardista; sin embargo, en los tiempos que corren, con tantos programas de computación y ventajas tecnológicas, no le encuentro adjetivos tan encomiásticos.
Recordemos que primero esta moda invadió hace algunos años a unos aspirantes a poetas, mas no pasó mucho para que los narradores se vieran contagiados y ahora se ha extendido vorazmente entre los cultores de todos los géneros, quienes se dejan enviciar por la vana y solitaria idea de ser intrépidos creadores.
Imagen de la edición de 1881 del libro de Cateriano.
No sé qué emoticono inspirará su rostro cuando estos “vanguardistas” recuerden lo que anotó Michael de Montaigne hace más de cuatro siglos, mientras rememoraba los enormes poemas en forma de alas y hachas que hacían los griegos antiguos: “Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre” (Ensayos de Montaigne, Libro I, Capítulo LIV).
Un cuento o un ensayo no son “geniales” por algo tan primario como un efecto plástico. La literatura, el arte en general, no debe ser reducida al solo placer estético –como piensan los posmodernos frívolos–, sino debe haber también un sentido ético. Por eso, cuidado con la doñamacrovialización de la literatura, no vaya a ser que, como la protagonista de la tradición de Cateriano, nos convirtamos en testigos de un crimen y decidamos cerrar la puerta y apagar la vela.



lunes, 8 de junio de 2015

Panegírico a propósito del IV Chongo Literario*

"La escritura es más efectiva que la bolsa de excremento".
Bart Simpson

Es triste empezar diciendo que la cocina nos ha ganado un poeta. Hace poco otra disciplina de uniformes blancos y pócimas nos quitó al ángel maldito, al morboso pichón de la lira oxidada y hermosa. Mientras la primera, camaradas, se lleva al "apu malhablado", cuyo nombre tensa la garganta y abre la mandíbula como si un escupitajo, ¡Juan! La otra, la ciencia de Hipócrates, la medicina, aleja de nosotros a Érick Ángelo.
Hace tres años, en tanto el radioso Inti de Arequipa enrojecía la tarde, y la sombra de los altos árboles agigantábanse como filudas dentelladas, Juan y Ángelo participaron en el rito de iniciación de Fárrago, que, finalmente, terminó no siendo lo que cierta vez fue: un grupete de nómades literarios que saquearon la poesía por un tiempo.
Manuel Mamani, Juan Hinojosa, Erick Ángelo y Percy Prado.
Aquel extinto grupo lo bautizaron también la hermosa e inteligente Saraí, la incitante y ágil poetiza Maru y el mítico místico Manuel. Además -cómo podría obviarlo- estaba en esa caterva Percy, que era el punto "oscuro" del grupo.
Cómo olvidar su primer engendro, aquella sierpe plana de seis caras en cuyo lomo aparecía, como puestos a la pared de un manicomio, la patota en pleno. Cómo olvidar los “zapatos de goma”; cómo, el lóbrego texto de Juan, sí, aquel lienzo que herró un estilo.
Testigos de aquella grandiosa aberración quedamos pocos. Nadie puede negar que en el breve tiempo de su existencia hicieron cosas inolvidables, entre las que se cuenta, cómo no, el Primer Chongo Literario, cuyas invitaciones las repartieron en condones (recuerdo haber visto sonrojar al más elástico de los docentes). Por la propaganda de aquel espectáculo se les quiso amordazar, asustar y expulsar. Culpados de herir la honra y el pudor de las buenas personas que pululan por la facultad de filosofía, fueron citados al decanato, donde lo único que se sabe es que tuvieron una larga discusión con el decano.
Dos días después se les impidió la realización del Chongo Literario dentro del pabellón de Humanidades, pero ellos infectaron con rebeldía los ánimos de los estudiantes. Cual si despertara el espíritu de los seculares dioses sometidos, como si un Apu redivivo emergiera de las ofrendas olvidadas y abalanzara su poder en un huaico incontrolable, así la multitud extática derivó al anfiteatro del Ho Chi Minh. En la penumbra de aquel hemiciclo, apenas iluminados por la luz ambarina de los postes circundantes, iniciaron el rito dando rienda suelta a los versos. Desde entonces, aquel hueco del mundo se convirtió en su cubil, allí despedazaban botellas y arrancaban llantos apocalípticos como en ebrios pagos a la huaca.

No hay Fárrago que dure un año ni cuerpo que lo resista, sin duda. Aquel grupo llevaba en su propio espíritu el germen de su extinción. Un parásito de seis cabezas robustas y hambrientas es un monstruo incontrolable. De repente, los seis pescuezos quisieron reptar por senderos diferentes, así uno a uno fue desgarrando el corazón que los unía. La saltarina Maru se acopló al frívolo grupo Dragostea. Manuel, la real armadura, despreció su talento y se alejó por los campos de la lingüística. Ángelo, el flaco pichón de buitre, levantó sus alas colmadas de poesía y marchó a la revolucionaria Cuba.
Tras esto solo quedaba la mitad de un órgano sangrante y latiendo materia pútrida apenas. Al cual, el enamoramiento de Percy y Saraí le supo a puntapié. Sin embargo, junto a los dos aún estaba el enano devorador de libros, Juan; y todavía a su alrededor gravitaban ángeles malditos, putos borrachos y sáficas poetas, por lo que se logró mantener el espíritu de Fárrago en los anuales Chongos Literarios.
Este viernes se celebra una edición más de aquel grotesco evento, y seguramente será también la despedida del Fárrago Juan, pero no significa el acta de defunción de un grupo literario, porque si bien les tocó a ellos, sólo fueron la representación humana de un espíritu mentempsicótico, al que otra vez, este viernes hijo de una Venus mamona, sentiremos deslizándose por las sombras, en las voces de los nuevos y los viejos poetas, abrasados de ron, de noche y de luna. Otra vez, como una voz goéthica, lo escucharemos susurrar a los ebrios oídos: he estado aquí, tal como estoy ahora, mil veces antes, y espero regresar otras mil veces más.


(*) Este es un deslenguado tributo a un intento: Fárrago. Apareció en un díptico el día que se realizó el Chongo Literario 2009. No se ha confirmado el autor, la mayoría culpa a un tal Belzú.